Gonzalo Valdés Medellín
Ubicado por sí mismo dentro de la corriente del realismo poético, el cubano José Triana (1931), en el conjunto total de su repertorio, quiere dar fe de los problemas y cuestionamientos que aquejan a la sociedad cubana desde siempre. Triana —considerado una de las voces mayores de la dramaturgia y la poesía cubanas contemporáneas—, afirma el ensayista Frank Dauster, critica “el estancamiento que condujo a la necesidad de una revolución, la religiosidad ciega, la corrupción política y la decadencia de la familia”, y La noche de los asesinos, su obra más conocida, vendrá a cristalizar todo este cúmulo de posturas críticas perseguidas por el dramaturgo a través de discursos amargos y violentos en un teatro absolutamente subversivo.
Triana cuenta en su haber un abundante catálogo de obra: El mayor general hablará de teogonía, El incidente cotidiano, Medea en el espejo, La muerte del Ñeque, La casa ardiente, El parque de la fraternidad, por sólo mencionar algunas. La noche de los asesinos, escrita en 1964, constituye, sin embargo, la pieza que más ha sido escenificada en todo el mundo colocando a su autor como una de las presencias del teatro cubano de mayores vuelos proposititos. La noche de los asesinos obtuvo el Premio Casa de las Américas en 1965 y el Gallo de La Habana en 1966.
A medio siglo de haber sido escrita, no obstante, la naturaleza misma que engendró La noche de los asesinos presenta algunos inconvenientes que, bien mirado, también pueden significar sus aciertos y atractivos. Acaso demasiado influida por una obra maestra del teatro contemporáneo francés —Las criadas, de Jean Genet, escrita en 1947—, al ser estrenada en Cuba en 1966 La noche de los asesinos atrajo sobre sí (como sucede hasta la fecha) cierto escepticismo de la crítica especializada, por más que hubo analistas que intentaron ver lícitamente en esta pieza algo más que una mera recreación de Las criadas como, en efecto, puede verse si nos atenemos sólo a la anécdota. Pero es evidente que la técnica empleada por Triana es la misma con que Genet instrumentó el drama de Claire y Solange (Las criadas) y La Madame, partícipes de un rito de muerte y aberración, de un aniquilante juego de espejos, de un deliberado acto de teatralidad sanguinaria con que se pretende resolver, destruyendo, un mundo mediocre, angustiado, injusto, estigmatizado, obsoleto.
Todo ello lo emplaza Triana a partir de Lalo, Cuca y Beba criaturas que ensayarán —o representarán al infinito— el asesinato de sus padres envolviéndose en el delirio y la pérdida de identidad, tal cual Claire y Solange conmoverán su entorno instrumentando los pasos que las conducirán al anhelo impostergable: el asesinato de su bienamada ama; su propia redención. Lalo, Cuca y Beba, no hallarán, sin embargo, redención ni aun en el fingimiento del crimen. Su condena no es, como en Solange, la muerte cual alternativa única y con apoyo de la voluntad suicida de su hermana.
Para los personajes de Triana (contrario a los de Genet) la condena será aún más pesada, pesimista e irredimible: repetir, repetir y repetir (hasta la consumación de la materia) la misma sedentaria vida que aplasta todo ánimo de cambio, por más latente e irrenunciable que éste sea.
En México el tema de esta obra influyó notablemente en una de las piezas más famosas del dramaturgo mexicano Carlos Olmos (1947-2003): Juegos profanos (1975) donde se activa el mismo juego de teatralidad, la misma acción dramática (el asesinato de los padres), etcétera.
José Triana, poeta dramático, empuja la humillación de la existencia hasta el tope con la zozobra y el vacío, enraizados en un juego de representación anclado al travestismo psíquico que se autoredime y quizá, como en Genet, se autosantifica.
La noche de los asesinos recupera para nuestros tiempos la vigencia vanguardista de la representación dolorosa, la de un teatro humano en sangre y letra.