Miguel Ángel Muñoz
Escribí el silencio y escribí la noche
Arthur Rimbaud
La polémica sobre los orígenes del cubismo siguen todavía inciertas. El galerista Kahnweiler propuso hace ya varios años una lectura rectilínea del movimiento, conjuntando a tres artistas claves: Pablo Picasso, Juan Gris y George Braque. La historiografía ha insistido en el tópico que comparte Douglas Cooper —“cubismo esencial”, lo definió el historiador Robert Rosenblum. Cabe señalar que el idioma figurativo cubista penetra con distinta intensidad en todas las propuestas artísticas radicales que medían entre 1909 (Téte de Fernande) y 1914 (primeras experiencias del collage y del cubismo sintético u objetual). En estos años se multiplican los salones pictóricos alternativos que había espoleado la disparidad vanguardista: Salon des Indèpendents, Salon d’Automme, la Section d’or —por mencionar sólo algunos. Fue Kahnweiler quien calificó a esos artistas de “cubistas de salón” y “epígonos”, con escasa percepción para los matices. Geizes, Metzinger e incluso en momentos André Lothe y Maurice Denis fueron didácticos sintetizadores de esa estética cubista que destila un repertorio de soluciones sabidas para representar en cubiste los géneros artísticos tradicionales, el paisaje y el retrato. Pero sin duda, tres son los nombres claves de la invención cubista: Picasso, Braque y Gris. Los tres llenan lo que Octavio Paz llamó “el cambio y la permanencia, el movimiento y la quietud”. ¿La eternelle tradición pictórica francesa que irrumpió con brío en la escena artística en los años del retorno al orden? Los demás: buenos pintores…
La muestra de Ángel Zárraga (Durango, 1886-México, 1946), que se presenta hasta el 20 de julio de 2014 en el Museo del Palacio de Bellas Artes, tiene la intención de no ser sólo una retrospectiva del artista, sino vincularlo al cubismo y a otras vanguardias europeas. Casi cien obras pictóricas con una pequeña secuencia de dibujos intercalados que suponen un homenaje a la capacidad creativa del pintor y demuestra que la curaduría tiene la tarea de recuperar a un creador no siempre bien entendido y a menudo difuminado en un estrato secundario por la potente imaginación ya no digo de los genios del cubismo, sino también por los muralistas mexicanos. La exposición cumple con mostrar a un Zárraga “casi total”, pero a su vez se insiste en uno de los puntos más críticos de su recepción: el inexorable, al parecer, amaneramiento de su obra tardía y la repetición durante las últimas décadas de su vida de la consabida iconografía religiosa sin apenas variaciones formales. Y no digamos ya de su “cubismo” tardío, que no tiene equiparación con los grandes maestros del movimiento. Aunque encuentro en su estética un cierto acercamiento al grupo de Puteaux y las propuestas decorativas de André Mare, que llevó a los galeristas Guillaume y Leónce Rosenberg, comprometidos en una didáctica artística cubista, que debía orientar el caótico mercado, cuajado todavía de prestaciones postimpresionistas, fauvistas e incluso neoconstructivistas. El cubismo como marca comercial, dicho duramente, y con criterio orientativo.
Ángel Zárraga es un artista poco conocido en México. Se fue muy joven a Europa a buscar “fortuna”, aunque a su regreso a su país se arrepiente de permanecer tanto tiempo fuera. Un tema sin duda interesante que ayuda a comprender el arte inacabado, esencialmente decorativista y suntuario, de un personaje complejo y sumamente católico. A los 18 años de edad —en 1904— inicia su estancia en París y se refugia en el acervo clásico del Museo del Louvre, protegiéndose del desconcierto que le causan el impresionismo y las nuevas corrientes, aunque manifiesta su reconocimiento por Renoir, Gauguin, Degas y Cézanne. Al no estar muy de acuerdo con lo que se enseña en la Escuela de Bellas Artes de París decide estudiar en la Real Academia de Bruselas, y posteriormente se instala en España (Toledo, Segovia, Zamarramala e Illescas), que representa para él una modernidad menos agresiva, que la de París. Su primer maestro en estas tierras es Joaquín Sorolla, quien lo ayuda a ser incluido en una muestra colectiva en el Museo del Prado en Madrid. De ahí viaja a Italia (Toscana y Umbría) y expone en Florencia y Venecia. Regresa a París en 1911 para presentar su obra por primera vez en el Salón de Otoño; dos cuadros La Dádiva, 1910 y San Sebastián, le valen un cierto reconocimiento, que como cuenta Paz: “Zárraga vivió muchos años en París. Fue amigo de casi todos los pintores de esa época. Aquí pintó y obtuvo un modesto renombre, un sitio decoroso…. Lo incomprensible es que los mexicanos lo hayamos olvidado”. En esos años se deja influir por el cubismo y después se dedica a pintar temas deportivos, cuya etapa creativa es más importante. El movimiento de los corredores, el equilibrio de los lanzadores de discos, la plasticidad de los nadadores, etcétera, lo apasionan intensamente. Cuadros como: Domingo, 1931; El futbolista, 1925; Las futbolistas, 1922, Jugada de futbol, 1924; La futbolista morena, 1926, logran más una voz propia, aunque asentado en la tradición francesa y española. Los retratos se convierten en abreviadas composiciones sintéticas, tocados por el clasicismo picassiano y las etéreas ensoñaciones narrativas de Joaquín Sorrolla y Romero de Torres. Todo arte es imaginación formal porque actúa con pigmentos —materia moldeable— y fantasea a través de imágenes y geometrías ilusorias de nuevos mundos. Entre su época cubista pájaros núm, 4, 1916; Mujer con guitarra, 1916 y Carnaval, 1917, hasta sus últimas pinturas: San Jorge aniquilando al dragón, 1932, entre otras, se define la pensada apreciación estética propuesta por Zárraga. Un camino inverso a la pintura mexicana y su tiempo. Quizás eso le valió el cierto “reconocimiento” del que habla Octavio Paz en París. Lo cierto, es que, hoy gracias a la exposición en Bellas Artes, podremos lograr revalorarlo en el arte mexicano.
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