Una economía libre de contagios

Juan José Rodríguez Prats

Porfirio Díaz y Adolfo Ruiz Cortines desarrollaron enormes habilidades para manejar el poder. Ninguno de los dos, ni por asomo, tenía convicción democrática. Por el contrario, sostenían que los gobernantes pueden seleccionar mejor que la ciudadanía, a los funcionarios de todos los niveles y de todos los poderes. Los dos tenían una extraordinaria sensibilidad y un gran conocimiento de la condición humana y supieron rodearse de funcionarios capaces. Concentraron un gran poder y no cabe duda que sus gobiernos, por mucho, han sido de los más honestos de la historia de México. Manejaron la economía con ideas muy similares.
Díaz descansó en José Yves Limantour y su logro principal fue la estabilidad de las finanzas públicas. En palabras de Limantour, sus preocupaciones principales fueron, en orden de prioridad, “primero lograr un presupuesto equilibrado y eliminar el déficit fiscal permanente que habían soportado todos los gobiernos mexicanos del siglo XIX; segundo, el manejo prudente de la deuda pública; tercero, la abolición de las restricciones para el comercio y, específicamente, la abolición de las alcabalas”.
Por último, buscaba una regulación y un control más firme del gobierno sobre el número creciente de instituciones financieras.
Ruiz Cortines es el gran diseñador del desarrollo estabilizador. En 1954, con su secretario de Hacienda, Antonio Carrillo Flores, logró la devaluación más inteligente que hemos tenido. La paridad peso-dólar de 12.50 se mantuvo durante 22 años. Hay indicios de que, al designar sucesor, dudó entre Adolfo López Mateos y Antonio Ortiz Mena, quien estaba desempeñando un magnífico trabajo como director del Seguro Social. El mismo día del destape, Ruiz Cortines desayunó con López Mateos y Ortiz Mena. Ahí se tomó la decisión de que este último fuera el nuevo secretario de Hacienda.
Ya como presidente, López Mateos se quejaba de que Ortiz Mena no acataba en muchas ocasiones sus decisiones. Algo similar sucedía con don Rodrigo Gómez, como director del Banco de México.
Deslindar la política económica de la lucha por el poder y de las veleidades de los gobernantes son las dos características que explican el crecimiento económico más consistente que se ha tenido en la historia de México durante el porfiriato y el periodo del desarrollo estabilizador. Es oportuno señalar que Ortiz Mena reconocía en las tesis de Manuel Gómez Morin el sustento de la política monetaria que implicaba la autonomía y el fortalecimiento del banco central.
Esta política se vino abajo cuando Luis Echeverría le pidió la renuncia a Hugo Margáin y pronunció las fatales palabras: “Las finanzas se manejan desde Los Pinos”. Nunca tan pocas palabras hicieron tanto daño a tanta gente. En ese momento la economía perdió certidumbre, confianza y continuidad. Las consecuencias ya las conocemos: crisis profundas, devaluaciones y pérdida del poder adquisitivo. Se han invertido grandes recursos y aprobado muchas reformas para darle de nuevo seriedad a la conducción económica y para descontaminarla de decisiones arbitrarias, caprichosas, partidarias o derivadas de la lucha por el poder.
Así, se fortaleció la autonomía del Banco de México con una estructura enorme, con vicegobernadores y cuerpos colegiados que sustituyeron la sólida autoridad de un solo hombre como Rodrigo Gómez. Con todo y las críticas al Consenso de Washington, que en mucho se parecen a los enunciados de Limantour y que siguió Ortiz Mena, sus principios han sido respetados en los últimos años, lo cual ha permitido que haya habido cierta estabilidad macroeconómica, con excepción del error de diciembre —que sin duda la hubo— y que es reprochable a Ernesto Zedillo, quien impidió la continuidad de Pedro Aspe al frente de las finanzas públicas y tuvo el desacierto de nombrar a Jaime Serra Puche, a quien se le fue de las manos una materia que no dominaba y en la que no tenía experiencia. Tan fue culpable que por eso tuvo que renunciar.
De entonces a la fecha, con todo y la secuela de la deuda del Fobaproa y de la devaluación de 1995, que dañó enormemente la economía de los mexicanos, ha habido responsabilidad en el manejo de la economía, como se probó en 2009, cuando se superaron los efectos de una crisis que nos vino de fuera.
¿Por qué me he explayado en tantos antecedentes? Cuando a Ruiz Cortines, se le recomendaba a alguien y se señalaba que era muy inteligente, don Adolfo de inmediato preguntaba: ¿Inteligente para qué? Esa interrogante manifestaba una gran sabiduría. No es lo mismo un trabajo de gabinete o en una Secretaría de Estado que ser candidato a la Presidencia de la República. No existen muchas personas capaces de manejar con inteligencia y responsabilidad la economía. Estoy convencido por ello que no hay material humano para derrochar. Y aunque la frase pueda sonar conservadora, cierto pragmatismo nos debe reafirmar la idea de que no se cambia lo que funciona.
Los países exitosos en su transición política han sabido deslindar la política y la economía, manejando la segunda con gran profesionalismo. México ha arribado a una democracia imperfecta, vulnerable y frágil, pero que tiene el deber de aprender de los errores del pasado, como bien lo ha manifestado Gabriel Zaid al desnudar con toda su crudeza los grandes errores de lo que él denomina “la economía presidencial” (Reforma, 27/02/11). Meditemos, pues, sobre nuestros deberes ante el México que vendrá. No podemos ignorar las lecciones del pasado. Sería una infamia y un agravio fatal para las próximas generaciones.