Carmen Galindo
La primera vez que fui al Palacio de Bellas Artes fue con mis compañeras de la Universidad Motolinia. Estamos en la sala principal y a mi grupo le corresponde el segundo piso de la sala. En el escenario, mi hermana Magdalena va a leer el argumento del ballet clásico que interpretarán otras niñas mayores que nosotras. Yo visto mi uniforme escolar, azul marino con cuello blanco. Mi hermana, que cursa el tercer año de primaria, lleva un vestido de organdí blanco con un lazo de terciopelo rojo en la cintura y unos pollitos, diminutos y amarillos con sus pIquitos rojos bordados en toda la orilla de la falda. Mis padres, que van a la Habana prerrevolucionaria como después iremos a Acapulco, lo trajeron de allá.
Pasan los años. Ya en la UNAM, Carlos Monsiváis nos dice que lo llevemos a Bellas Artes. Cuando llegamos, entramos al Palacio, pero no a la sala, sino al escenario. Varios bailarines de danza moderna platican con nosotros. De repente, va a comenzar el ensayo. Mi hermana y yo vemos el abismo que nos separa de la sala. Marcos Paredes, muy joven entonces, se desliza, llega al piso y nos tiende los brazos. Nos colocamos en la orilla del escenario y nos estiramos lo más que podemos hasta que, luego de casi volar unos instantes, Marcos nos sostiene sin dejarnos caer. No, por supuesto, que no recuerdo cómo bajó Monsiváis, por más que el futuro cronista tenía entonces el cuerpo del estupendo nadador que siempre fue. Recuerdo que apenas recobramos el aliento, le preguntamos a Carlos el nombre del bailarín y era, como recuerdo aquí, Marcos Paredes.
Hugo Hiriart nos invitaba a todos a escuchar los conciertos de Bellas Artes. El comportamiento era ritual. La camioneta de mi mamá tenía un piso plano, metálico, que podía fungir como cajuela, donde Monsiváis y Nacho Méndez se tendían e iban cantando todo el camino de CU a Bellas Artes. En los asientos, íbamos Gustavo Sáinz, mi hermana y yo. Manejaba Manuel Bautista, quien era el chofer de mi mamá. Ya en Bellas Artes nos encontrábamos con Hugo, quien fue mi compañero desde primer año de primaria, y Julio Estrada, quien lo fue en ese mismo grado y escuela de mi hermana. Invariablemente, Carlos rechazaba el boleto de Hugo e iba a reclamar el suyo a las taquillas de Bellas Artes, porque siempre tenía ahí un boleto de cortesía o se tropezaba con algún funcionario que lo invitaba. El suyo, era de luneta, en la gran sala. Los nuestros eran del segundo piso, porque Hugo y Julio aseguraban que ahí “la acústica es mejor”. Apenas conseguía Monsiváis su boleto, iba dos minutos a dar las gracias al piso principal y nos alcanzaba tan inmediatamente que en varias ocasiones subíamos las escaleras con él. En esos años, Hugo estudiaba Filosofía y lo mismo pintaba que tocaba música, todavía no era escritor y dramaturgo como ahora. Íbamos, entonces, Carlos, mi hermana y yo, de jorongo, que era el uniforme de la “familia de Bellas Artes”, llamada así, porque íbamos siempre los mismos. Nosotros tres lo que más vimos fueron los ballets de danza moderna, tantos que cuando murió Guillermina Bravo pude dar testimonio en estas páginas
Al salir, nos íbamos por la Alameda, Julio fingiendo que era manco (ocultando el brazo en la manga de la camisa) y tratando de prender un cigarro y vociferando: “No, no traten de ayudarme, no soy un inútil”. Mi hermana y yo, como todos, tomados del brazo íbamos de “voy derecho y no me quito” dábamos el paso adentro de la fuente sin quitarnos nuestros zapatos de tacón alto marca Riviere que tenían el slogan publicitario de “salvajemente femeninos”.
Ellos, nuestros amigos, se despedían ahí y nosotros regresábamos rumbo a nuestra casa, nos deteníamos en un restaurancito de servicio en su coche y Manuel y nosotras pedíamos unas enchiladas suizas (no verdes como las de ahora), sino de jitomate con crema, rojas y blancas como la bandera suiza.
La primera vez que di una conferencia en la Sala Ponce, la organizó el maestro Salvador Novo. “Vas a dar una conferencia sobre Tablada en la Sala Ponce”, me dijo por teléfono. “Pero, maestro, yo no sé nada de Tablada”, le confesé. “No importa, vete a Porrúa y cómprate su obra, son unas cuantas páginas”. Así lo hice y, en efecto, era un libro delgadito, pues por fortuna para mí, la UNAM todavía no rescataba los miles de páginas que hoy se han recuperado. El día de la conferencia llegué y me presentó Wilberto Cantón, los dos sentados ante una mesa chiquitita a un lado del escenario. El maestro Novo estaba en primera fila diciéndome que mi peinado estaba demasiado lacio y la falda demasiado corta. Fueron las amigas de mi mamá, las señoras que por tomar clase de historia del arte con Armando Torres-Michúa bromeaban con autobautizarse como “las cultas damas” sin alusión a la obra homónima de mi maestro. Estaban ahí Margarita de Gortari de Salinas, Tere Bracho, Rosalinda Peñafiel de Carrillo, Doña Gloria Izaguirre y su hija del mismo nombre, Irene Phillips de José, Silvia Gómez Gordoa, Margot Hoffman ( la hermana de Luis Prieto), Socorro, (la suegra de John Saxe-Fernández).
En esa misma Sala Ponce le entregaron su medalla de Bellas Artes a José Antonio Alcaraz, cuando ya el doctor lo había sentenciado: “o deja de comer o se muere”, y el musicólogo había elegido comer. Iba en silla de ruedas y fue la última vez que lo vi. Me pidió, y así lo hice, que hablara sobre él en un programa de Radio Educación que iba a escuchar en su casa y así nos despedimos, a distancia. Él bautizó a Bellas Artes, como el teatro Blanquito. También ahí le dieron a Carlos Monsiváis la medalla de Bellas Artes, llorando, Josefina Vázquez Mota, Teresa Vicencio y Consuelo Sáizar. A un paso de mí, aplaudiendo, estaban Juan Gelman y Elena Poniatowska. Ahí, en fin, se le rindió homenaje de cuerpo presente a Carlos en el vestíbulo con gente, como se dice, del pueblo.
. A Raquel Tibol le rendimos homenaje cuando cumplió 60 años y también fui invitada, lo que agradezco, cuando se recordó a Antonio Alatorre. Ahí estuve puntual, como a él le gustaba, para elogiar “la prosa nova” de Salvador Novo. En una exposición al lado de la Ponce, vi una foto, la mejor, (creo que de Paulina Lavista) de mi querido amigo Miguel Capistrán del brazo de Borges. Ahí se recordó, y estuve con los que más las quisieron, a Griselda Álvarez y a Doña Lola Olmedo.
En esa Sala Ponce espero estar el próximo noviembre para hablar de mi escritor predilecto: José Revueltas, quien también estuvo en esa sala en el ciclo Los escritores ante el público.