Magdalena Galindo

Hay edificios que parecen haber nacido para la controversia, y uno de ellos es el Palacio de Bellas Artes que precisamente en este año cumple 80 de haberse terminado, en 1934, cuando fue inaugurado por el entonces Presidente Abelardo L. Rodríguez, al final de su mandato y unos pocos meses antes de que se iniciara el sexenio de Lázaro Cárdenas. Como es sabido, durante el siglo XIX en la confluencia de la calle de Bolívar y 5 de mayo, sirviendo de cierre a esta última, estuvo el Teatro Nacional, que fue demolido para abrir la comunicación hasta la calle de San Juan de Letrán, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas. Con motivo de las suntuosas fiestas con que el gobierno de Porfirio Díaz celebraría el Centenario de la Independencia, se quiso construir un nuevo Teatro Nacional y para ello se compraron los terrenos donde en tiempos del Virreinato, se había establecido el Convento de Santa Isabel. Se encargó la obra al arquitecto Adamo Boari (1863-1928), quien por ese entonces estaba ya construyendo el Palacio de Correos, y en octubre de 1904 se colocó la primera piedra. Al contrario de muchos otros proyectos que sí llegaron a su fin y a tiempo, como la Universidad Nacional que se inauguraría en 1910, el Teatro Nacional no contó con el suficiente presupuesto, después vendría la Revolución y aunque se continuaron intermitentemente los trabajos, en 1913 se detuvieron del todo y en 1916 Boari abandonó el país. Fue Álvaro Obregón, en esos años de construcción del Estado mexicano, quien le dio nuevos alcances, pues en su régimen se pensó que no debía ser únicamente teatro, sino que debía incluir museo de artes, biblioteca y salas de conferencias. La misión de terminar el Palacio se le dio a un discípulo de Boari en la Academia de San Carlos, Federico Mariscal. Con ese nuevo aliento, en 1924 se colocó el telón de cristal cuyo diseño pertenece al también controvertido Dr. Atl (Gerardo Murillo) (1875-1964), quien eligió representar los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl, y que fue ejecutado por los Tiffany Studios de Nueva York, con un millón de coloridos cristales. El crítico de arte Francisco de la Maza acusa a Boari de sólo haber contratado extranjeros. Y, en efecto, sólo dos mexicanos intervinieron en el primer diseño del Palacio: el propio Dr Atl y Luis Romero, a quien se deben las puertas laterales del escenario y las ventanas.

Como expresión del Porfiriato, el Palacio de Bellas Artes se inscribe en el eclecticismo propio del fin del siglo XIX, en el afrancesamiento característico de ese régimen y específicamente en el art nouveau. Si bien extranjeros, pero eclécticos como era la moda en aquel inicio del siglo XX, los artistas incluyeron motivos prehispánicos, como las serpientes y las cabezas de caballeros águila y tigre sobre las puertas laterales de la fachada principal, al lado de esculturas con temas clásicos. A Leonardo Bistoifi se deben los grupos que coronan la entrada principal, a Boni los de las ventanas laterales y a Gianetti Giorenzo los motivos ornamentales como guirnaldas, florones y máscaras. Los pegasos que hoy se encuentran en la plaza, enfrente de la entrada principal y que según el diseño original debían haber coronado la parte posterior del Palacio, fueron esculpidos por el catalán Agustín Querol. El grupo de bronce que remata en el exterior la cúpula central es obra del húngaro Geza Maroti, así como, en el interior de la sala de espectáculos, el notable mosaico del arco del proscenio y el plafond o techo elaborado en cristal.

Muy modificado el proyecto de Boari por Federico Mariscal, el interior del hoy Palacio de Bellas Artes, llamado así por incluir un museo, es tan lujoso como el exterior, aunque ahora bajo los cánones del Arte Decorativo que triunfaba en Francia por los años veintes. En el vestíbulo es notable el dibujo geométrico de los mármoles, así como las lámparas, en particular las que flanquean la entrada principal a la sala y cuya altura alcanza los tres pisos del edificio. Las tres cúpulas cubiertas de cerámica coloreada, ofrecen desde el interior una vista memorable.

En los muros del primer y segundo pisos pueden verse algunas de las más significativas obras del muralismo mexicano. Subiendo la escalera de la derecha, en el primer piso, Nacimiento de nuestra nacionalidad y enfrente México de hoy, (1952-1953), de Rufino Tamayo. En el primero, la figura central es un caballo y su jinete construidos con formas geométricas. Sin excusar la obviedad del simbolismo, en la parte inferior del mural una mujer da a luz, mientras en lo alto dos lunas, una clara y una oscura, se acercan a punto de fusionarse. En México de hoy, las reminiscencias indígenas se entrelazan con referencias a la máquina y altos edificios, pero más que el tema, lo relevante es el color que ejemplifica la viveza que caracteriza a la obra de Tamayo.

En el segundo piso, al que se asciende por el corredor sur, en el frente del Palacio, se reúnen obras de los Tres Grandes del muralismo mexicano. La nueva democracia de David Alfaro Siqueiros parece poner en obra la divisa del grupo planteada en el famoso Manifiesto del Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores, redactado precisamente por Siqueiros en 1922, según el cual la meta debía ser crear “un arte para todos, de educación y de batalla”. En efecto, se trata de conmover y convencer, y la poderosa figura de mujer que parece lanzarse fuera del muro al romper sus cadenas, constituye sin duda un llamado a la lucha por la nueva democracia. La monumental obra se complementa con dos paneles, Víctimas de la guerra y Víctimas del fascismo. Aunque formando unidad, los segmentos de este tríptico tienen autonomía para que la estructura arquitectónica no impida la visión de los murales. Del mismo Siqueiros, también en este piso, pueden verse dos tableros sobre el último gobernante azteca que han recibido los títulos de Tormento de Cuauhtémoc y Cuauhtémoc redivivo (1950-51).

El hombre controlador del Universo o El hombre en la máquina del tiempo de Diego Rivera, es una recreación del mural destruido en el Rockefeller Center porque incluía el rostro de Lenin. Aquí añadió algunas figuras y “la adición más importante -declaraba el pintor- fue un retrato de John D. Rockefeller Jr., que inserté en la escena del club nocturno, poniendo su cabeza a muy corta distancia de los gérmenes de las enfermedades venéreas pintados en la elipse del microscopio”. Además de los personajes ya mencionados, son reconocibles, en el panel de la extrema derecha, los rostros de Marx, Engels, Trotski, Jay Lovestone y Bertram D. Wolfe.

También de Rivera, se encuentran en este piso los paneles realizados para el Hotel Reforma que nunca fueron exhibidos en su destino original, así como el mural transportable creado para la Liga Comunista en Nueva York.

De José Clemente Orozco, Catarsis (en la pared opuesta al gran mural rivereano) es una violenta crítica al militarismo, a la corrupción y a la burguesía representada por una mujer enjoyada y por cabezas cercenadas que se carcajean en medio de la destrucción de la guerra.

En este piso están igualmente murales de Roberto Montenegro, Alegoría del viento (1928); de Jorge González Camarena, La humanidad liberándose (1963), y de Manuel Rodríguez Lozano, La Piedad en el desierto (1941), en el que un excepcional tratamiento del color y el alargamiento de las figuras le otorgan un patetismo no exento de acentos líricos.

No obstante la refulgente belleza del recinto, el Palacio no gustó a muchos y numerosos intelectuales acostumbraban llamarlo, aludiendo a sus mármoles blancos del exterior, tanto el Palacio merengue, como el teatro blanquito, esta vez para arrimarlo al Teatro Blanquita, que a unas cuadras de distancia se dedica a revistas populares. Otros, al contrario, lo reconocen como una obra de arte, así por ejemplo, Jaime Labastida, en la mesa redonda para celebrar los 80 años del Palacio, juzgó que “se trata del más bello de los teatros renacentistas que restan en el mundo”, lo que provocó una andanada de aplausos en la Sala Ponce. Oficialmente, el entonces Presidente Miguel de la Madrid, lo nombró Monumento Artístico, por decreto publicado en el Diario Oficial el 4 de octubre de 1987.

Si el elogiarlo o minusvaluarlo ha convertido al Palacio en asunto de controversia, en tiempos más recientes ha provocado no sólo la discusión sino la denuncia ante la UNESCO, específicamente ante el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS por sus siglas en inglés) por la remodelación de la sala de espectáculos, pues en esa actitud frecuente en algunos funcionarios que creen que pueden manejar a los organismos públicos como si formaran parte de su patrimonio personal, las autoridades de Bellas Artes decidieron remodelar a su gusto la sala, sin respetar las normas internacionales de conservación de los monumentos artísticos. Esa remodelación –que no restauración- realizada entre 2009 y 2011, al decir de los especialistas, dañó la visibilidad de los espectadores y la acústica de la sala, además de emplear recubrimientos de madera y materiales que distorsionan el estilo decorativo original.

Al margen de las discusiones, es indudable que el Palacio de Bellas Artes, tanto por su arquitectura como por el conjunto de elementos decorativos, así como por las obras plásticas que posee, por los espectáculos de danza, música y ópera, por las exposiciones realizadas, como por los miles de conferencias que ahí se han desarrollado, ocupa un lugar central en la vida cultural de México y aunque lo critiquen o lo elogien, forma parte de la vida personal de muchos mexicanos.