Carlos Olivares Baró

Cuando Julio Florentino Cortázar Descotte (Ixelles, Bruselas, 26 de agosto de 1914 – París, 12 de febrero de 1984) escuchó a Bix Beiderbecke, un azoro grande y una pena ensimismada de sí mismo lo acosaron: se fue apresurado a comprar una trompeta. La obtuvo por 20 francos en una pequeña tienda de la orilla izquierda del Sena en el Barrio Latino de París. Concentrado, hizo mudanza a su memoria de los acordes de “Bless You Sister” y fue feliz durante varias semanas. La noche que “I’ve Got a Feeling I’m Falling” —con la trompeta de Louis Armstrong, la voz de Vilma Middleton, el trombón de Trummy Young y el piano de Billy Kyle—, lo condujo por los amarraderos de la cadencia supo que “el jazz es una música que permite todas las imaginaciones”.
“Qué familia, hermano./ Ni un abuelo comodoro, ni una carga/ deca/ balle/ ria,/ nada, ni un cura ilustre, un chorro,/ nadie en los nombres de las calles, nadie en las estampillas, minga de rango, minga de abolengo,/ nadie por quien ponerse melancólico/ en las estancias de los otros,/ nadie que esté parado en mi apellido” (de “Los Cortázar”, en Último round).
Julio Cortázar iba siempre caminando por el mundo con un bamboleo en el que se mezclan guiños del Earl “Fatha” Hines de “I Ain’t Got Nobody” (Lucas
—alter ego de Cortázar en Un tal Lucas— quiere, a la hora de morir, escuchar su solo de piano) con improntas de Jelly Roll Morton, Bud Powell, Kenny Clarke y Thelonious Monk: “Swing, luego existo”.
“La libertad es eso que el jazz alude y soslaya y hasta anticipa”. 62, modelo para armar o El perseguidor o Rayuela. Gregorovius, Etienne, Ronald, Perico y Oliveira en el Club de la Serpiente escuchando a Benny Carter y Johnny Hodges. “Uno es una pobre porquería al lado de un tipo como Johnny Carter” (El perseguidor). La vuelta al piano de Thelonious Monk. La vuelta al día en ochenta mundos. El jazz es un saxofón al que se le ha roto el alma. Un soplo murmura el sueño. Charlie “Bird” Parker corre detrás de la vida que lo rebasa con 15 minutos adelante: “My Melancholy Baby”, “Irresistable You”. La Maga escucha un lamento de la trompeta de Lee Morgan.
“Yo había seguido a través de los periódicos la lucha cubana, desde 1959, a través de los periódicos, y había algo ahí que me parecía diferente. Después de ocho o nueve años de vida en París, evidentemente, yo había ido madurando sin darme cuenta de ello, porque el melocotón no sabe que madura, y el hombre tampoco. Y de golpe, se produce la Revolución Cubana, y a mí me atrajo, y busqué la manera de ir, de conseguir entrar, que no era fácil, y, de golpe, eso fue: ahí me caí del caballo” (Fragmento de una entrevista con Rosa Montero).
En Cuba se publicó Rayuela en la Colección de Literatura Latinoamericana de Casa de Las Américas. Los capítulos 17 y 18 estaban llenos de nombres de jazzistas que eran un misterio para un lector de 17 años: hoy, son presencia inefable. Qué era el jazz en aquellos tiempos, para el grupo de becados hospedados en el edificio contiguo de la biblioteca de Casa de Las Américas. Pello el Afrokan se imponía con el Mozambique. Leer un texto como Rayuela era una aventura. El autor de Final de juego visitaba con frecuencia La Habana y le encantaba sentarse en el malecón, a unos pasos de G y 3ra., donde estaba la sede de la institución cultural que dirigía la heroína del asalto al Cuartel Moncada (26 de julio de 1953), Haydée Santamaría. ¿Viste qué extranjero tan grande?, recuerdo el asombro del camagüeyano Pupo una vez que vimos a Cortázar entrar, con una guayabera blanca y unos pantalones azules por los tobillos, a la Casa. Los clubes de jazz de El Vedado poco a poco fueron cerrando. En “El Gato Tuerto”, de Felito Ayón, apenas se escuchaba una frase de filing. Frank Emilio, Guillermo Barreto y su Cuban-Jazz Combo con Tata Güines, Gustavo Tamayo y Orlando “Papito” Hernández descargaban, a veces, en La Zorra y el Cuervo de 23 el “Zazauma”, de Frank Emilio, o el “Cha Cha Blues”, de Piloto y Vera.
Y Rayuela y La Rampa y el mar. Cuesta que nace en el malecón y se empina por todo 23 hasta L, como una gradería que conduce al transeúnte a los intervalos del deseo. El jazz. Todavía Irakere ni Chucho Valdés. Todavía Paquito D’ Rivera ni Arturo Sandoval. Pero ya Peruchín y Bebo Valdés. Dicen que por ahí andaba un uruguayo tocando el violín, mezclando los acordes rioplatenses con el tumbao afrocubano: Federico Brito. Rayuela. El pon cubano: juego de hembras, no de varones.
“A esta altura de mi vida en una gran ciudad, lo mejor que le encuentro a un automóvil es que no sea mío. Desgraciadamente ellos no parecen compartir este rechazo, y me basta salir a la calle para ingresar en un sistema y un código en los que sólo la vigilancia más atenta puede evitar el rápido paso de la integridad a la papilla” (“Monólogo del peatón”, Papeles inesperados).
La narrativa de Cortázar está trazada huyendo de toda linealidad temporal. Rayuela es, indiscutiblemente, una Jazzuela. Convergencias donde discurren glosas de George Gershwin, Tadd Dameron, Dizzy Gillespie, Lester Young, Sonny Rollins, Horace Silver, Elvin Jones, Coleman Hawkins, Thelonious Monk, Charlie Parker, Miles Davis, Art Blakey, Errol Garner, Art Tatum… Swing, bebop, hardbop, free: “… alguien ha puesto The blues with a feeling y casi no se baila, solamente se está de pie, balanceándose, y todo es turbio y sucio y canalla y cada hombre quisiera arrancar esos corpiños tibios mientras las manos acarician una espalda y las muchachas tienen la boca entreabierta y se van al miedo delicioso y a la noche, entonces sube una trompeta poseyéndolas…” (Rayuela, capítulo 17).
Rayuela (Sunnyside, 2012): el saxofonista alto portorriqueño, Miguel Zenón, y el pianista francés Laurent Coq en un disco en el que ponen de manifiesto los hilvanes jazzístico de la novela emblemática de Cortázar: en formato de cuarteto (sax alto, piano, trombón/cello, batería/tabla/percusión) y diez temas que hacen referencias a personajes y circunstancia del cosmos cortazariano: “Talita”, “La muerte de Rocamadour”, “Gekrepten”, “Buenos Aires”, “Moreliana”, “Oliveira”, “Berthe Trepat”, “Traveler”, “La Maga” y “El Club de la Serpiente”.
“El jazz es como un pájaro que migra o emigra o inmigra o transmigra, saltabarreras, burlaaduanas, algo que corre y se difunde y esta noche en Viena está cantando Ella Fitzgerald mientras en París Kenny Clarke inaugura una cave y en Perpignan brincan los dedos de Oscar Peterson, y Satchmo por todas partes con el don de ubicuidad que le ha prestado el señor, en Birmingham, en Varsovia, en Milán, en Buenos Aires, en Ginebra, en el mundo entero, es inevitable, es la lluvia y el pan y la sal, algo absolutamente indiferente a los ritos nacionales, a las tradiciones inviolables, al idioma y al folklore: una nube sin fronteras, un espía del aire y del agua, una forma arquetípica, algo de antes, de abajo, que reconcilia mexicanos con noruegos y rusos y españoles, los reincorpora al oscuro fuego central olvidado, torpe y mal y precariamente los devuelve a un origen traicionado…” (Rayuela, capítulo 17).
Suerte de anagrama musical que hace una exégesis de la novela: marcha ondulada en la que llega la rubia teñida Gekrepten; Oliveira se pregunta: ¿Encontraría a la Maga?; Morelli escribe un libro de visión aniquilante; y en Buenos Aires hay una hora en que casi nadie hace el amor. Jazz programático que rinde tributo al Cronopio mayor, quien hizo de la literatura un paseo sinuoso: las palabras son armónicos naturales caligrafiados en una escala de blue note donde humor, juego, búsqueda, añoranza y exilio (“de la tierra al cielo”) conforman una descarga, jam session inolvidable. Centenario del más jazzista de los escritores latinoamericanos.