Bernardo González Solano
Desde hace 214 años cuando en este país se inició el proceso de independencia del Imperio Español, México ha conocido varios parteaguas que lo han remodelado, en todo o en partes, hasta lo que hoy se denomina oficialmente Estados Unidos Mexicanos, popularmente: México, a secas. El problema es que, desde el principio, quisimos imitar al “tío Sam” norteño. El primer nombre obedece a la copia textual del vecino: United States of America. Una de las piedras que llevamos amarrada en la garganta desde que nacimos como nación “independiente”, que pesa tanto como pueden pesar los 3,326 kilómetros de longitud (1,951 millas de acuerdo a las medidas estadounidenses) de frontera desde el Océano Pacífico hasta el Golfo de México. Bien lo definió el defenestrado ex presidente y general Porfirio Díaz Mori: “¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!”. Esta maldición bíblica, más “los veneros de petróleo que nos escrituró el diablo”, como nos estampó en su Suave Patria el jerezano Ramón López Velarde, y la corrupción que nos ahoga —aunque el presidente Enrique Peña Nieto diga que es un problema “cultural”—, más el insaciable apetito peor que el de Gargantúa, de la globalización, desembocan en el mínimo papel de los Estados Unidos Mexicanos en el concierto de las naciones.
De tal suerte, la diplomacia mexicana (que algunos bautizaron como “relaciones internacionales”, como si un ingeniero fuera “técnico en diésel”), que sin duda durante muchos lustros recibió el respeto y la admiración de infinidad de cancillerías (especialmente en los años treinta, cuarenta, cincuenta y hasta los sesenta del siglo pasado), ahora no cuenta con aquellos lustres, y su actuación en los principales foros diplomáticos se reduce al anuncio de la aprobación de atrasadas reformas constitucionales para que los capitales extranjeros tengan la seguridad de que pueden invertir aquí sin el riesgo de expropiaciones ilegales como sucede en otras naciones del cono austral iberoamericano. Propaganda que realizan, obligadamente, desde el titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores hasta embajadores incluyendo a los cónsules honorarios. Triste papel. Eso no debe ser la diplomacia mexicana, que conoció tiempos mejores.
El parteaguas más reciente de este país se dio en el año 2000, cuando el PRI tuvo que salir de Palacio Nacional. Más que merecido, pues el llamado tricolor había hartado a la sociedad mexicana. Quizás por la propia desesperación popular, hace 14 años la democracia a la mexicana cometió uno de sus mayores errores: el voto popular llevó a la presidencia de la República al peor presidente que el país ha sufrido. La incultura de ese personaje y su inexperiencia al frente del Ejecutivo le llevó a recibir burlas de propios y extraños, para desdoro nacional. Desde el vergonzoso “comes y te vas” con el “vivo”, en toda la extensión de la palabra, dirigente cubano, Fidel Castro Ruz, hasta inventar escritores como un singular porteño llamado “José Luis Borgués”, compitiendo con la “cultura” de su señora esposa que abrevaba en “la sabiduría de los escritores de la India Rabina y Tagore”. ¡Cómo podría estar la diplomacia mexicana de aquel sexenio! De cabeza, por eso otro “vivo”, el canciller Jorge Castañeda Gutman, le renunció a Fox antes de que los problemas diplomáticos le estallaran en la mano.
El siguiente sexenio panista, con Felipe Calderón Hinojosa a la cabeza del Ejecutivo, no tuvo problemas. Simple y llanamente trató a la diplomacia mexicana como trapeador. Su secretaria en Relaciones Exteriores, Patricia Espinosa Cantellano, cumplió religiosamente su encargo durante todo el sexenio (2006-2012), solo decía: “si señor presidente, son las horas que usted dice”. Lo triste del caso es que doña Patricia es diplomática de carrera con más de un cuarto de siglo en el servicio exterior; actualmente es embajadora de México en Alemania. Durante el periodo sexenal de Calderón la diplomacia mexicana estuvo posiblemente en el menor nivel de su historia, en todo el continente americano (incluyendo nuestra Némesis del norte) y Europa, con diferendos absurdos hasta por criminales secuestradoras francesas.
En 2012, después de doce años en la “banca” del poder presidencial, por esas raras cuestiones de la democracia a la mexicana, el PRI regresó a Palacio Nacional. En tanto, la desocupación de miles de “talentosos” políticos que toda su vida vivieron de la burocracia produjo el mayor número de analistas internacionales y expertos en temas de seguridad y cuestiones económicas. Con tanta “sabiduría” en los medios de comunicación—impresos y electrónicos— no se entiende porqué México no ha encontrado el camino correcto para salvar la pobreza nacional. Lo cierto es que esos “especialistas” atiborraron periódicos, revistas, programas de radio y de televisión. Muchos no cobran; el propósito es hacer acto de presencia, dicen. Desde patiños de payasos (ungidos también como periodistas electrónicos) en programas de análisis político o en mesas de discusiones (“absurdas”) sobre cualquier tema de la realidad mexicana.
De tal suerte, hay que ser cauto al opinar sobre temas como: ¿hacia dónde se dirige el mundo?, ¿qué sucede en las relaciones internacionales?, ¿cuál es el papel de México en el concierto de naciones? En esto no valen bolas de cristal. Ni pesimismos ni optimismos absolutos. Tampoco repetir la “futurología” a la Francis Fukuyama que en 1989 publicó en la revista National Interest, su discutido artículo “El fin de la historia”, el que amplió en 1992 con el libro The End of History and the Last Man en el que concluía que tras desaparecer la URSS y el sistema comunista la democracia prácticamente desaparecería dando paso a “una civilización global de paz y libertad”.
La realidad mundial es muy diferente. A cien años de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) —que supuestamente daría fin a todas las guerras—, en la segunda década del novísimo siglo XXI los conflictos armados son pan de todos los días: Ucrania, la Franja de Gaza (Israel contra Hamás), Siria, Libia, y las “guerras” ignoradas por la prensa mundial en algunos desgraciados países africanos. Ante la brutalidad de las guerras en los tiempos de la Internet y tantos otros artilugios que demuestran la genialidad del ser humano los organismos internacionales —donde todavía la diplomacia trata de hacer lo suyo—, deben obligar el cumplimiento de los Convenios de Ginebra —con 150 años de antigüedad—, que consagran en el Derecho Internacional la teoría que incluso en los peores momentos de cualquier guerra debe preservarse un “mínimo de humanidad”. Los saldos mortales de las dos guerras mundiales —millones y millones de muertos, sobre todo civiles—, parece que no han sido suficientes para detener esas horrendas matanzas. Los cadáveres se acumulan en los restos urbanos de Gaza, de Siria, de Irak, de Ucrania, Libia, y donde usted guste.
En tanto, el mundo no es estático. La desaparición de la bipolaridad en el planeta (el enfrentamiento EUA-URSS) da lugar a nuevas luchas por el liderazgo mundial: el Tío Sam sabe que ya no es la potencia hegemónica y que su antigua primacía se la niegan tanto en el Viejo Continente como en el Nuevo, amén que la República Popular China (sin proclamarse como la primera potencia de la Tierra pero pragmáticamente actuando como tal, especialmente en el aspecto económico), es el ejemplo a seguir pues casi no hay un solo país, incluyendo México, que no busque la relación directa con el régimen comunista heredado por Mao Tse-tung (ahora llamado Mao Zedong). La moda es aprender mandarín, el “idioma del futuro”, dice la propaganda.
En este convulso escenario de las naciones en el que ni la propia ONU, ni la Unión Europea encuentran, bien a bien, el rumbo de la brújula internacional, no se advierte la diplomacia mexicana, aunque el actual canciller (que no es diplomático de carrera así como otros embajadores nacionales en varias de las principales capitales del planeta), el economista y abogado José Antonio Meade Kuribreña (ex secretario de Energía y de Hacienda y Crédito Público durante el régimen del presidente panista Felipe Calderón Hinojosa) realiza una hiperactiva labor diplomática en muchas partes del globo enfocada en un solo punto: “México está cambiando gracias a las transformaciones impulsadas por el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto…nos hemos consolidado en un país moderno, atractivo para la inversión extranjera, en importante socio comercial a nivel internacional y en un actor relevante en este mundo global”. Meade dixit. Hasta el momento, todavía ninguna de las reformas constitucionales promovidas en el actual gobierno de México ha dado resultados concretos. El optimismo oficial al respecto es absoluto.
Hay razones para mantenerlo. El propio Meade Kuribreña —que al parecer ignora que dentro de la dependencia a su cargo el descontento de los diplomáticos de carrera es manifiesto—, lo acaba de manifestar, una vez más, en uno de los varios artículos periodísticos que ha publicado en varias partes del mundo: “Siempre es bueno recordarlo. Hoy México es un actor relevante en el escenario internacional y su voz tiene una particular importancia en nuestra región. Décima cuarta economía a nivel mundial, formamos parte del G-20 y nos ubicamos como un actor destacado en la OCDE. Somos el segundo socio comercial de Estados Unidos, el primero de Arizona, la segunda economía en América Latina y la cuarta economía en el Continente Americano”. Todo esto es cierto, pero se le olvidó decir al activo canciller que seis de cada diez mexicanos activos económicamente están en la informalidad y que la propia Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, formada por 34 países, acaba de calcular, a la baja, sus previsiones de crecimiento de las principales economías para este y el próximo año. Sin embargo, no hay que ser aves de mal agüero. VALE.
