Palacio de Bellas Artes

Una vibración excelsa en la que se

refleja el alma de México.

Dr. Alfonso Ortiz Tirado

 

José Alfonso Suárez del Real y Aguilera

El 29 de septiembre de 1934, el breve y fecundo periodo presidencial de don Abelardo Rodríguez legaría al pueblo mexicano, y en particular al de la ciudad, el Palacio de Bellas Artes, uno de los edificios más emblemáticos de la cultura nacional, cuya construcción y concepción trascendieran los vaivenes del fragor revolucionario para concretarse, tal vez sin haberlo pretendido nadie en su momento, en una manifestación arquitectónica y funcional de la concordia, entendida en su raíz latina como un acto hecho “con el corazón”, tan similar a nuestra concepción náhuatl sobre la toltecayotol que, como bien define don Miguel León Portilla, evoca el “corazón endiosado del artista” como recreador del mundo generado por los dioses, y es sinónimo del corazón y del aliento legados por Quetzalcóatl, es decir, de la civilización.

A diferencia de su homólogo el Palacio Legislativo, ubicado en los límites de la San Rafael y cuya importancia urbana superaba la de las diversas construcciones que con motivo de las fiestas del Centenario transformaron el horizonte de la vieja ciudad, la construcción del Teatro Nacional, iniciada por el porfiriato en 1901, no fue desmantelada y transformada en un espacio circunscrito a su cúpula original, como ocurrió con lo que hoy conocemos como Monumento a la Revolución.

Llama la atención el cuidado y compromiso de los gobiernos de la Revolución por mantener la obra del Teatro Nacional, cuya exuberancia y grandiosidad fueron concebidas según los cánones adoptados por el porfiriato, en contraste con la solemnidad del proyecto del Palacio Legislativo, cuyos elementos ornamentales fueron reubicados en diversos puntos de la ciudad como parte de otros hitos arquitectónicos. Así situamos el conjunto escultórico del Águila de la cúpula, en el Monumento a la Raza; los leones de la entrada al Congreso, en la Calzada de los Leones que limitaba el acceso al Castillo de Chapultepec; sus compañeras las leonas, en la Avenida Yucatán de la colonia Roma, flanqueando el camino al Estadio Nacional.

En tanto los elementos nouveau del Teatro Nacional —integrado al proyecto nacionalista como Palacio de Bellas Artes— se vieron enriquecidos por la concepción del arquitecto Ignacio Mariscal, quien imprimió una atmósfera decó representativa del movimiento cultural de nuestra Revolución, que se engalana con ejemplos del arte mexicano que aportan al recinto la policromía y calidez del corazón y la visión recreadora de nuestros muralistas, provocando un diálogo artístico irrepetible.

Para inaugurar el recinto se eligió la Sinfonía proletaria de Carlos Chávez y la representación de La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón, respondiendo así al celo del Dr. Ortiz Tirado, que tan denodadamente argumentó a favor de complementar este espacio generado por la concordia arquitectónica, en el que desde hace 80 años se recrea el alma cultural de México.