Visión de los tiempos y de la vida

José Elías Romero Apis

No toda la verdad está en los libros sino, tan solo, una parte de ella. Es más, no toda la cultura y ni siquiera todo el conocimiento están en los libros. Además de la literatura, están las otras artes y las ciencias, la tecnología y la práctica, las costumbres y los hábitos, la visión de los tiempos y de la vida. Qué no decir de la relación con los otros seres y con nosotros mismos.

El libro no es el conocimiento, sino tan solo un instrumento transmisor del conocimiento. Primero se conoce algo y luego se escribe sobre ello, no a la inversa. Pensemos por un momento en George Washington. En su casa-museo, en Mount Vernon, hay muchas cosas que me impresionan. Una de ellas es que carece de biblioteca. Él no leyó cómo se funda una república sino que fundó la primera república moderna. Hemos sido otros los que hemos leído y escrito libros sobre ello, por cierto, quienes no hemos fundado república alguna. Antes de Washington no existía ningún libro sobre la fundación norteamericana.

Y es que los grandes políticos no aprenden en los libros sino que ellos inspiran los libros. Quizá, por eso mismo, en un sentido inverso, casi todos los novelistas políticos conocen muy poco de política real, por cierto, la única en la que creo. Recuerdo que Luis Spota un día me dijo que todo lo que había escrito en sus novelas políticas lo había escuchado de políticos y que él nada había inventado ni imaginado.

Por otra parte, debe distinguirse entre conocimiento y cultura. Puede conocerse mucho de algo, pero no de todo. Un sabio en literatura puede ser un zafio en música o en escultura e, incluso, en lenguas. Muchos de los que han alcanzado el Nobel de literatura han sido monolingües, que es una forma de incultura, desde luego no vergonzosa. Un escritor puede ignorar de política y un político ignorar de literatura. Ello no está reñido con la cultura. Lo malo es que uno u otro se dediquen a lo que no saben.

En ese mismo sentido, Max Weber decía que la cultura es una categoría del ser, no del saber. La cultura, decía, es un saber olvidado. Algo que se conoce sin recordar como se aprendió, por ejemplo el hablar o el caminar. Por eso, un erudito en ciencias o en artes puede ser, al mismo tiempo, un troglodita salvaje que coma sin cubiertos o se suene sin pañuelos.

Cierta ocasión me contó Eraclio Zepeda que el hombre que poseía la mejor colección de plumas, allá en su pueblo natal, era analfabeta y tan solo las ostentaba para presumir. No le pregunté si analfabeta del alfabeto o de las ideas, porque los hay de ambas. Existen quienes han leído mucho y no han aprendido nada. En mi afición, la política, y en mi profesión, la abogacía, he conocido a muchos propietarios de las más espectaculares bibliotecas, pero analfabetas de las ideas políticas o de las ideas jurídicas.

Paradójicamente, como decíamos al principio, muchos grandes políticos no leyeron mucho de política y escribieron sobre otras cosas. Julio César redactó un tratado de analogía, Napoleón Bonaparte dictó muchos capítulos del Código Civil francés y Gabriel Mirabeau escribió un manual de gramática.

¡Qué misteriosos son los enigmas del hombre, de su conocimiento y de su cultura! Lejos de ser un tema de guasa son la materia de una profunda reflexión obligatoria. Quizá por allí, sin nosotros saberlo, esté la clave incógnita de la salvación futura del hombre y de su especie.

 

 

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