Iguala, Chihuahua, Tlatlaya

Humberto Musacchio

Cuando el homicidio es un hecho cotidiano y generalizado, la muerte se convierte en algo banal y la vida pierde importancia en la conciencia social. En un país donde la economía no crece, faltan empleos y los salarios son muy bajos, nada tiene de extraño que al menos medio millón de personas hallen ocupación en actividades delictivas y contribuyan a esa relativización del mal.

Durante la llamada guerra contra el crimen organizado hubo una cantidad de muertes violentas que va desde 80 mil, en el menos trágico de los casos, hasta el doble. Y si las cifras resultan tan dispares es porque no hay autoridad que aporte números confiables en lo que se refiere a homicidios, “desapariciones” y personas desplazadas (con fines de ilustración cabe citar aquí un dato leído recientemente, según el cual la población de Reynosa, Tamaulipas, del año 2000 a la fecha se ha reducido en más de dos terceras partes).

Los asesinatos de jóvenes en Iguala, cometidos a la vista de todos, y la detención de decenas de muchachos que fueron subidos en vehículos policiacos para ser “desaparecidos” —otra vez esa figura ominosa— y presumiblemente victimados, concita el dolor y la indignación los mexicanos y fortalece la convicción de que el Estado ha retrocedido y ya no es capaz de garantizar vida y patrimonio de los gobernados.

La admirable Elena Poniatowska, quien acaba de recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Guerrero, en su discurso de aceptación se refirió a lo ocurrido en Iguala, pero también mencionó a los 22 ejecutados en Tlatlaya y a otros 22 muertos en Chihuahua. Muy bien pudo seguir haciendo el siniestro recuento porque un día sí y otro también ocurren estos crímenes o se descubren fosas clandestinas a lo largo y lo ancho del país.

Los muertos son generalmente jóvenes. No sólo las víctimas, como éstas de Iguala, sino también las que resultan de los enfrentamientos entre criminales y fuerzas del orden e incluso las que arrojan los ajustes de cuentas entre las propias bandas criminales.

México está perdiendo a una generación de muchachos que ante el triste panorama económico optan por irse a buscar empleo y porvenir a Estados Unidos, se enrolan en las bandas delictivas o se quedan como “ninis”, esos seres humanos que no estudian no trabajan ni tienen porvenir. Son los condenados por un sistema económico injusto e inoperante.

Triste destino el de gran parte de la generación joven: ser exiliados, marginados, matones o víctimas. México no merece esa pérdida brutal y dolorosa. Tampoco merece a una clase política que desde hace treinta años es incapaz de suscitar la esperanza y de abrir caminos hacia la luz.