Carmen Galindo

Francamente valiente me pareció el discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua de Vicente Leñero. Se atrevió a decir lo que los dramaturgos callan, el desplazamiento del autor por el director de teatro. Señaló lo que es obvio, pero suele olvidarse, la literatura dramática permanece; la puesta en escena es efímera. Con toda razón, consideró que las obras teatrales de Ibsen, de Shakespeare o la tragedia griega, podemos leerlas, pero, aunque existen estudios que nos las acercan, sólo podemos imaginar cómo eran las representaciones y sobra decir que los lectores actuales comprenden las obras de manera distinta que los contemporáneos de los clásicos.

“Entiendo –dijo Leñero- la literatura dramática, la escritura de una obra en particular, como un fenómeno anterior al de su puesta en escena, de algún modo independiente a ésta. Pertenece por tanto, en su origen, más al ámbito de la literatura que al del arte escénico”. Sin negar, claro, que las obras teatrales están “orientadas desde su concepción al montaje en un foro, sin lo cual no se cumplen cabalmente, pero existen antes como literatura”, por eso, concluye, las obras de teatro merecen ser publicadas y apreciadas, también así, impresas, por los lectores. Para que –sugiere Leñero- cada lector realice en la imaginación su puesta en escena.

Creo que vale la pena recordar que en el cine –Leñero ha sido premiado también como guionista- ocurrió un fenómeno similar, pues, aunque en las viejas películas, el argumento se consideraba la materia prima, la carne con la que iba a hacerse el asado, la famosa revista francesa Cahiers du cinema acabó imponiendo el llamado cine de autor, que precisamente daba la primacía, como en el teatro, ya no a los actores, ya no al guionista, sino al director. Se iba a ver un film de Pasolini, de Buñuel, de Woody Allen. Del director Vittorio de Sica y no del guionista Cesare Zavattini; del director Fernando de Fuentes y no del escritor Rafael F. Muñoz. Aunque titubeo en el caso de El año pasado en Marienbad, que unos espectadores íbamos a ver como obra cinematográfica de Alain Resnais y otros como la creación literaria del, además guionista, Robbe Grillet.

Otro fenómeno importante que contribuyó a desplazar al autor fue la improvisación en el teatro o las obras abiertas en música y literatura, en que el creador original deja espacio a la libre colaboración de los intérpretes, sea el pianista (en Stockhausen, por ejemplo), los actores (Emoé de la Parra interactuando con el público trasfigurada en Emily Dickinson) el lector (como en Rayuela, de Cortázar). Las obras de teatro de creación colectiva, (de Enrique Buenaventura y otros) disminuyeron igualmente la importancia del autor.

En la teoría literaria, Roland Barthes postula nada menos que el nacimiento del lector y la muerte del autor. Ciertamente, el autor es un concepto que se relaciona con el capitalismo e incluso con la propiedad privada. Sugiere, y no le falta razón, que el asunto tiene cierto sabor teológico: como Dios ha creado el mundo, el autor se considera de modo similar el dios de su mundo literario. Pero en Barthes, como dicen, ganó Freud, porque este ensayo sobre la muerte del autor es a propósito de Sarrasine, de Balzac que trata el tema del andrógino, que por razones muy personales interesa al, por lo demás. inteligentísimo crítico.

Ciertamente la literatura es coto de caza de la lingüística, pero de ahí a reducirla a sólo un ejercicio del lenguaje (como si el lenguaje se mandara solo) es mucho decir. En su defensa de la dramaturgia, Leñero insiste en un asunto central, en que todos los creadores literarios escriben, “no para ganar la inmortalidad o el aplauso del mundo”, sino “si acaso, para sentir la ilusión de que se captura por unos instantes la fugacidad del presente”.  En contra de Roland Barthes y de las metodologías lingüísticas de acercamiento a la literatura, hay que reivindicar que el arte está hecho por seres humanos (un amanecer es bello, pero  no es arte) y está destinado a los seres humanos, en cuanto hombres,- me sopla al oído Alfonso Reyes- y no como especialistas.

A pesar de las teorías de la muerte del autor, por más que demagógicamente se hable del surgimiento del lector o de su democratización y anonimia en internet, los autores todavía tienen mucho qué decir (como lo demuestra Leñero). Por buena fortuna, además, los lectores comunes y silvestres, que son la mayoría, no se han enterado del funeral del autor.

Vicente Leñero no está solo en esta reivindicación del escritor. Resulta interesante que narradores de la talla de Sergio Pitol, Fernando Vallejo o Sergio Fernández escriban géneros literarios, y a esto también se suma Vicente Leñero, que se colocan en la frontera de la realidad y la ficción, y como se trata de memorias ficcionalizadas o autobiografías literarias, los autores ocupan el primer plano, exigen el close-up. Bárbara Jacobs, en su más reciente libro, Lunas, postula que toda obra, y en esto parece que no hay vuelta de hoja, es autobiográfica.