Carlos Olivares Baró

 Circula en librerías la más reciente novela de Héctor Aguilar Camín (Chetumal, 1946), Adiós a los padres: un ajuste de cuentas con el pasado que es un entrecruzamiento de memoria y ficción, un relato del descalabro emocional de una familia. Siempre! conversó con el autor de Morir en el golfo sobre la génesis y conformación de este libro que ha despertado gran interés entre los lectores y la crítica especializada.

 

—Una foto: aparece un hombre de 26 años, “viste un traje de lino claro que el aire infla” en una playa, lo acompaña “una muchacha de talle alto y piernas largas”, quien dentro de unos años será la madre del narrador. Comienzo que atrapa al lector. ¿Cómo, a partir de esta foto prorrumpe este recuento, nace, diríamos, este ajuste de cuentas?

—Quise trazar un libro que sucediera en el presente en que yo lo estaba escribiendo y pensando. Empiezo por esa foto porque es desde luego la mejor que tengo de las no muchas en mi colección de imágenes, de esa pareja. Y es la estampa que representa en mi cabeza la mejor parte de la aventura amorosa de mis padres. Quise contar como en un parpadeo, que es la vida, el fin de ese paraíso del amor y su deterioro. Éste es el sentido, el trayecto de la narración: como la vida tiene plenitud y al mismo tiempo se va en lo que tarda uno en leer una página. Esa foto tuvo todas esas resonancias: yo la estaba viendo, sabía que era la representación de dos seres humanos que habían tenido una vida, la cual había pasado por la mía de manera concluyente.

—¿Historia emocional o historia de la verdad? ¿Especulaciones después de haber encontrado a un padre ausente durante cuarenta años? Héctor Aguilar Marrufo reaparecido. Padre del autor. El narrador deberá reconstruirlo.

—Ésta no es mi autobiografía, el yo que narra es un yo instrumental. Soy yo, pero no soy yo. Soy yo, en tanto instrumento para contar la vida de esos que son mis padres, pero a los que no quiero contar como si fueran mis padres, quiero contarlos una y otra vez como Emma Camín, Héctor Aguilar y Luisa Camín o como Emma, o doña Luisa, o como Marrufo, o como Godot, o como Hectorcito… Seres que están más allá de mi mirada de hijo, porque es la única manera de penetrar en el enigma de los padres. Los padres son los seres más cercanos, y, al mismo tiempo, los más misteriosos; nunca podemos verlos fuera de ese lugar mítico en donde están instalados. El esfuerzo de la novela es hacerlos durar en la imaginación de los lectores, independizándolos de su carácter mitológico y acercándolos a la complejidad, a la verdad, a las contradicciones de los seres humanos.

—La tía Luisa es como un padre sustituto, ¿no?

—Sí. Héctor durante mucho tiempo, es el gran vacío mitológico del padre. El padre arquetípicamente es un ser, casi por definición ausente; aunque esté presente casi todo el tiempo en la vida algo hay en esa figura en la que siempre hay un alejamiento, una falta de presencia en momentos clave de la vida, en situaciones decisivas: el padre falla siempre. Mientras que la madre está siempre ahí: es amniótica, placentaria, nunca distante.

—¿Te hiciste escritor para escribir este libro? ¿El resplandor de la madera, Pasado pendiente y otras historias conversadas son preámbulos?

—Me hice escritor de la boca de estas mujeres que cosen, hablan y cuentan historias, y las cuentan una y otra vez una y son un surtidor inacabable. Mi madre todavía en los últimos años de su vida nos sorprendía con historias que no habíamos oído nunca de su boca. Entonces yo me hice escritor de la boca de ella, y la historia mayor que yo escuché en mi casa y de estas dos mujeres, es la historia que está en El resplandor de la madera, corazón de Adiós a los padres: relato de un padre (mi abuelo) que despoja a su hijo (mi padre) y lo destruye.

—Hay libros recientes de gente muy cercana a ti. Rafael Pérez Gay: El cerebro de mi hermano, Nos acompañan los muertos. Reflujos: Los hermanos Karamazov, Mi madre, de Cohen, Amos Oz… Confluencias en que el espíritu de Rulfo y Pedro Páramo se hacen presentes.

—El punto profundo, íntimo, promocional de partida de las narraciones que ha hecho Rafa y de las que he hecho yo de nuestras pérdidas, de nuestros muertos, sólo pudimos escribirlas después. Arranqué esa novela a la muerte de mi madre y no pude seguir adelante: me perdí, tuve un bloqueo muy largo que sólo terminó cuando murió mi padre y entonces sí me dispuse a escribir el libro y lo escribí muy rápidamente: en siete u ocho meses. Pero, la razón por la cual, el lugar en donde son hermanos los libros de Rafa y el mío es en la historia de una profunda adhesión a esos personajes que fueron centrales en nuestras vidas y de la liberación paradójica y terrible que nos da su muerte, lo cual nos permite intentar traerlos a la vida, ponerlos en ese otro lugar de la vida que es el libro en donde viven y en donde revivirán cada vez que aparezca un lector.

—¿Quiénes son en realidad Emma y Luisa? El tío Raúl. Esa Cuba que subyace a lo largo de la novela.

—Mi madre era cubanísima, como mi tío Raúl. Pero mi tía Luisa es españolísima. Mi madre y su hermano Raúl son Cuba inapelablemente, desde el acento, que nunca pierden. Los cubanos tienen ese ánimo continuo de elocuencia, arrojo continuo de hablar. La otra cosa que tienen los cubanos es la memoria precisa de lo que narran, de lo que cuentan, la plenitud de los detalles. Mi madre es cubana de principio a fin. Luisa era dura, una mujer valerosa, que no conocía el miedo; mi madre era la mediación, la muchacha que cantaba y contaba historia.

—¿Hasta dónde en estos folios la ficción y la memoria?

—Yo no he inventado absolutamente nada, todo lo que está ahí escrito es verdadero. A lo mejor está contado elaboradamente, pero todo es estrictamente apegado a circunstancias reales. No me permití ningún puente ficticio; todo es fidedigno, salvo la fabulación que hay en la memoria. Yo no puedo decir que haya sido exactamente así: lo que sí puedo afirmar es que así está hilvanado en mi memoria.

—Tu novela me lleva a preguntarte: ¿Nacemos en un lugar o nacemos en una historia?

—Esa es una gran pregunta. Yo nací en dos lugares. He nacido en Chetumal en el año 1946 y tengo un recuerdo directo de mi infancia en Chetumal hasta los nueve años en que salimos por el ciclón Janet del año de 1955 y vinimos a la Ciudad de México. He nacido en ese Chetumal, y he nacido muchas más veces, aunque por segunda vez, en otro Chetumal que es el Chetumal que yo oí en mi casa de boca de mi madre y de mi tía. Recuerdo algunas cosas fragmentarias, todo cubierto por una niebla de felicidad, de plenitud, quizás el momento que mejor recobra la parte, digamos, radiante que yo recuerdo de mi infancia. Los momentos felices de mi infancia son esporádicos, imprecisos, generales, lo que recuerdo mejor, con detalles, son los malos momentos, especialmente el ciclón Janet.

—Novela de grandes sorpresas emocionales. ¿Cuál fue el impulso mayor para escribirla?

—Porque tenía que reparar, tenía que volver a la historia esencial de la casa que era la contada por mi madre y ahora también por los retazos que pudo añadir mi padre. Un día me dije: llevas cinco años escribiendo reportajes, crónicas, columnas en periódicos. ¿Vas a ser escritor, sí o no? ¿Cuál es la mejor historia que tienes a la mano? Sin ninguna duda, la mejor historia que tenía es la única historia realmente irrefutable que he tenido en la vida: la historia de mi casa, y entonces por esa razón he hecho todos los tránsitos emocionales del asunto, y escribí este libro, porque era por mucho la historia que tenía la obligación de escribir.