Racismo, estigma de Estados Unidos
Bernardo González Solano
El racismo es el estigma de Estados Unidos de América (EUA). A tal grado que Barack Hussein Obama, al prestar juramento como 44º presidente de la Unión, lo hizo, en su primer periodo, en 2009, sobre la Biblia de Abraham Lincoln, la misma que utilizó en 1861 en su inauguración presidencial (el mandatario asesinado abolió la esclavitud en 1863), y que nunca se había vuelto a utilizar en una ceremonia semejante. Y, el 21 de enero de 2013, al repetir su juramento por segunda ocasión, Obama juró su cargo sobre dos Biblias, la de Lincoln y la del líder del Movimiento de los Derechos Civiles, Martín Luther King, asesinado en Memphis el 4 de abril de 1968. Exactamente 50 años antes, el 21 de enero de 1963, el pastor y luchador social por los derechos civiles —de la comunidad negra estadounidense— había pronunciado en el Memorial de Abraham Lincoln en Washington, su legendario discurso “I had a dream” (“He tenido un sueño”), en el que vio a “un niño negro y una niña blanca tomados de la mano”.
Tanto la abolición de la esclavitud de los negros como la lucha de los Derechos Civiles —de dos de los estadounidenses más reconocidos, respetados e imitados de su historia: Lincoln y King—, se materializaron con la elección del primer presidente de origen africano (mestizo, en verdad: madre blanca estadounidense, Stanley Ann Durham y padre negro de Kenia, Barack Obama), Barack Hussein Obama en 2008. Con todos estos simbolismos, Obama juró defender la Constitución poniendo la mano izquierda sobre las dos Biblias sostenidas por su esposa, Michelle, que, por cierto es descendiente directa de esclavos negros, y la derecha levantada como es la costumbre. Mayor referencia a la lucha que ha mantenido “América” en contra del racismo no es posible. Sin embargo, la discriminación racial en el vecino del norte continúa siendo su principal estigma. Los últimos hechos así lo demuestran.
La crisis de Ferguson —barrio de St. Louis, Missouri— coloca a Barack Obama en una posición delicada. Desde el momento en que el presidente juró su cargo perdió su “color” y su calidad de líder de la comunidad negra estadounidense. Es presidente de “todos” los estadounidenses: blancos, negros, latinos, indios, etcétera. Desde que comenzó su carrera política, el primer afroamericano en el país de la esclavitud y la segregación, ha evitado identificarse como el líder de una sola comunidad. No obstante, su margen de maniobra es estrecho. La división de poderes en Estados Unidos es terminante. Ningún funcionario, por más importante que sea, puede ir más allá de lo legítimo.
Cuando se aprobaron las leyes de Derechos Civiles, en la Unión Americana se vieron progresos en muchos sentidos, empezando por el lingüístico: la palabra “nigger” fue excluida, mientras “black” iba cediendo paso a “african-american”. Era el comienzo de un largo camino que desembocó en 2008, con un mandatario afroamericano. Muchos pensaron que con este triunfo se cerraba el círculo, misión cumplida. Pero, no era cierto.
Algo falló, porque los negros continúan —después de medio siglo de las leyes de Derechos Civiles—, en el último escalón de la escala social. La integración sólo alcanza una minoría de los descendientes de esclavos, mientras la inmensa mayoría sigue donde estaba, incluso peor, pues hay que agregar el resentimiento y la frustración de esperar en vano salir del hoyo en que se encuentra. Al problema racial en Estados Unidos le queda todavía un largo camino por recorrer.
De tal suerte, la decisión de un gran jurado de no imputar al policía blanco Darren Wilson, de 28 años de edad, desató nuevamente movimientos de indignación en la mayoría negra en Ferguson, minúsculo municipio de St Louis, Missouri y en otras partes del país. El uniformado mató, el 9 de agosto pasado, a Michael Brown, un afroamericano de 18 años de edad, desarmado, disparándole diez balazos. El último fue fatal. El fiscal Robert McCulloch anunció la decisión del jurado investigador integrado por nueve personas blancas y tres negras, que se reunió desde el 20 de agosto para sopesar las evidencias. Conclusión: no había pruebas suficientes para inculpar al policía, que posteriormente renunció al cuerpo. Y declaró que “tenía su conciencia tranquila”, y que hubiera procedido “igual con un joven blanco”. Los datos estadísticos de la localidad presentan un panorama discriminatorio: la población de Ferguson cuenta con el 67% de afroamericanos, pero solo el 5.7% pertenece a las fuerzas policiales. Las autoridades políticas, judiciales y educativas también son blancas. Lo que refuerza la validez de otros datos oficiales: los negros de Ferguson entre 15 y 19 años tienen 21 veces más probabilidades de morir por disparos de un policía que los blancos, según informes oficiales del periodo 2010-2012.
La muerte de Brown hace recordar que la policía en EUA es de “gatillo fácil”. En 2011, la policía estadounidense mató a 410 personas según dice el FBI. Mientras que la de Alemania lo hizo con 8; Japón y el Reino Unido: cero. En 2012, los muertos a manos de los agentes del orden del Tío Sam, fue de 461. La verdad, aunque la propaganda y las películas policiacas de Hollywood transmitan lo contrario, la policía estadounidense no cuenta con un brillante historial. Además, los grandes jurados en Estados Unidos tienden a ser más suaves con los policías que con los demás. El sitio web FiveThirtyEight especializado en análisis de datos, estima que un ciudadano común tiene un 68% de posibilidades de ser procesado por un Gran Jurado, mientras que si es un policía la cifra baja al 48%. Y, si el proceso acaba en juicio, un agente cuenta con un 12% de posibilidades de acabar en prisión, es decir, la cuarta parte de un civil normal. Además, el 32% de las personas muertas por la fuerzas policiacas de la Unión son negras, pese a que esta comunidad apenas representa el 13% de la población de todo el país. Los latinos, que son el 16% del censo nacional, acumulan el 20% de los baleados a muerte. En pocas palabras, si alguien tiene la mala suerte de enfrentarse con la policía en EU más le vale ser blanco.
En el caso de Ferguson, donde se iniciaron la serie de revueltas que han afectado a más de 140 ciudades como Nueva York, Boston, Los Angeles, Atlanta y otras, la población afroamericana además de persecución policial sufre pobreza, segregación y una de las tasas de desempleo más altas del estado, de acuerdo a la Oficina del Censo. De hecho, las tensiones raciales en Ferguson se enraízan en índices de pobreza crecientes, con un desempleo de 13% (el doble de la media nacional), que incide en especial en la población negra, unos 14 mil de poco más de 21 mil. El 21% del 65% de afroamericanos vive bajo el límite de la pobreza.
En fin, la cuestión racial que sufre Estados Unidos en 2014 no es de la misma naturaleza que en 1960. Tampoco puede decirse que se encuentre en una época post-racial, pero no continua siendo el país en blanco y negro que era hasta los años 1990, cuando estallaron las revueltas de Los Angeles. El gobierno federal, encabezado por Obama, debe continuar buscando la forma de hacer justicia en el caso del joven Brown. De otra manera, sin justicia, “no habrá paz”, como decía una pancarta de una joven manifestante en Boston. Obama, tiene muchos frentes abiertos. VALE.