Editorial

 

Las relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana, restablecidas hace unos días después de medio siglo pugnaz, son motivo de aplauso en todo el mundo, con excepción de los sectores más radicales del exilio cubano.

Con el acuerdo, por supuesto, no quedan zanjadas todas las diferencias entre ambos Estados, pero se ha establecido una base para negociar en forma civilizada las muchas diferencias. Se pasa, por decirlo en forma llana, de la permanente Guerra Fría —y a veces no tan fría— a una paz tensa, difícil y sin duda llena de escollos, pero paz al fin.

A Raúl Castro el acuerdo le permite decirle a los cubanos y al mundo quién manda en su país. La formidable sombra de Fidel sobre la vida pública isleña hacía suponer que se mantendrían sin cambio las líneas fundamentales de su conducción. El hermano menor le enmendó la plana, al parecer sin ruptura.

Para Barack Obama, el acuerdo con Cuba es probablemente la medida más audaz de su gobierno, el que después de despertar amplísimas expectativas finalmente se ha caracterizado por el incumplimiento de promesas, las vacilaciones y los pasos en falso del ocupante de la Casa Blanca.

Si bien se mantiene el bloqueo económico de Estados Unidos contra la isla, está a discusión el alcance de las relaciones económicas y es obvio que el nuevo trato con La Habana obedece en buena medida al interés de las empresas trasnacionales de matriz estadounidense. Cuba necesita inversiones, mejores servicios y un sinfín de mercancías; para las empresas estadounidenses, satisfacer esas necesidades será indudablemente un gran negocio.

Washington va a presionar para que Cuba indemnice a las empresas expropiadas a principios de los años sesenta y es probable que La Habana ceda en este punto, aunque lo previsible es que sea en montos apenas simbólicos. La diplomacia cubana corresponde a la de una gran potencia, cuenta con experiencia, continuidad y buenos cuadros que sabrán salir adelante de cualquier desafío.

Cuba resistió todas las agresiones del vecino imperial con una entereza y una capacidad de respuesta que se antoja inverosímil. Pero desde hace tres lustros, la caída del mundo socialista obligaba a replantear las cosas. Desde entonces, los cubanos han pasado por momentos de auténtica desesperación, han sufrido hambre y escasez de todo tipo, pero no se han rendido. Es justo que ahora tengan alguna recompensa.

Es previsible que veamos una largo estira y afloja entre Cuba y Estados Unidos. Seguramente habrá momentos críticos en las negociaciones, amagos de ruptura, condicionamientos y acusaciones de todo tipo. Aun así, lo cierto es que ambos países marchan hacia la normalización de relaciones porque está en el interés común.

Lamentable, muy lamentable en medio de todo esto, es que México haya sido ajeno a las negociaciones, pese a que, como ningún país, el nuestro tuvo notables gestos de dignidad y en muy diversos momentos sirvió de puente entre la Casa Blanca y el Palacio de la Revolución. Sin embargo, los gobiernos panistas arruinaron décadas de cuidadosa diplomacia, sobre todo por la torpeza de Vicente Fox y el servilismo proyanqui de su canciller Jorge G. Castañeda.

Como resultado, hoy que el mundo aplaude el restablecimiento de relaciones, México está al margen, sin influencia alguna en las negociaciones y con la perspectiva, gracias a la ignorancia histórica y política panista, de que las empresas mexicanas que en tiempos difíciles se arriesgaron a negociar con Cuba, ahora sean desplazadas por el poderío económico estadounidense. La mezquindad de la derecha nos deja malos resultados.

Humberto Musacchio