EDITORIAL
La frase completa pronunciada por el secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos, durante el 103 aniversario de la Marcha de la Lealtad, el pasado 9 de febrero fue: “Hay quienes quisieran distanciarnos del pueblo”.
Se trata de un discurso histórico al que los medios de información le dieron poca relevancia, opacado por la llegada de la turba y la “dictadura palabrera” magisterial, pero que debería ser reproducido una y otra vez para que ancle en la conciencia colectiva.
Efectivamente, hay quienes operan por moda, perversidad, o lo que es peor, por estrategia para hacer ver al Ejército como enemigo de México.
En esa sola línea, el general secretario dejó ver que existe una conspiración en contra del país. De cómo hay una campaña orquestada desde el interior y el extranjero, para desprestigiar las fuerzas armadas, facilitar la desestabilización y el avance del crimen organizado.
Las palabras del general Cienfuegos son una respuesta a la perversidad disfrazada de lucha social. Los abogados y voceros de los 43 normalistas ultimados, más los que viven e intentan seguir viviendo de la tragedia, han construido una estrategia para hacer aparecer al Ejército mexicano como responsable de un crimen bestial.
Los señalamientos en contra del Ejército mexicano en Ginebra, por parte de quienes representaron a los estudiantes de Ayotzinapa, y su insistencia de penetrar a los cuarteles por considerar que ahí se encuentran los jóvenes, confirma la intención de llevar a un tribunal internacional a las fuerzas armadas para, entre otras cosas, dejar en la impunidad a los verdaderos criminales.
Pocos caen en la cuenta del trasfondo que se oculta detrás de esa vileza. Se busca convencer a los mexicanos de que su ejército es un asesino, con un propósito claro: inhibirlo moralmente para impedir que cumpla con la obligación constitucional de defender la integridad del Estado mexicano.
Parafraseando al general Cienfuegos: ¿a quién le conviene el aniquilamiento del Ejército? ¿A quién le interesa enfrentar al pueblo con las instituciones armadas? Sin duda, a las dos delincuencias: a la política y a la organizada, que hoy se confunden, actúan y deciden como una y la misma cosa.
El secretario de la Defensa habló de lo que hoy nadie habla. Defendió lo que a nadie le interesa defender y que, sin embargo, constituye una de las raíces de la crisis nacional: de los valores.
Hoy no es vendible hablar de valores. El tema está condenado a morir en las primeras páginas de los diarios y en los espacios radiofónicos y televisivos. Ni los demócratas de los medios de comunicación. Ni los progresistas de la izquierda. Ni el activista que asegura defender los derechos humanos dedica tiempo y recursos para promover lo que tiene desagarrada el alma nacional.
Así que un soldado, que pertenece a una institución satanizada por los mismos que defienden la anarquía, es el que toma la decisión de decirnos: México está siendo traicionado.
Y la traición sólo puede ser definida, en este caso, como ausencia de lealtad. Ojo, que no se confunda el lector. El general Cienfuegos no habló, en este caso, como casi siempre lo hacen los secretarios de la Defensa, de la lealtad al presidente de la república.
El militar fue más a fondo. Se refirió, entre líneas, a aquello que cada mexicano está dejando de hacer para impedir que la barbarie —llámese violación a la ley, corrupción, violencia, oportunismo o simple indiferencia— se apodere del país.
“El gran muro de honor de la historia —dijo el general secretario— sólo distingue a los leales de los traidores”.
Nadie nos ha enseñado a los mexicanos, en algún programa educativo, campaña mediática o política pública, que violar la ley, en cualquiera de sus formas, es equiparable a traicionar la nación. No a los políticos, que son efímeros; no a los funcionarios, que también lo son. Al país.
Por eso el titular de la Defensa Nacional señaló que “la lealtad no es valor privativo de los soldados de México; es un valor universal de civiles y militares”.
Claro, lo políticamente correcto, la moda, lo que garantiza aplausos, es responsabilizar a los militares de la violación de los derechos humanos. Sí, hay y han existido graves errores y excesos cometidos por soldados en contra de la población civil. Y los responsables en el caso de Tlatlaya tendrán que ser sancionados.
Pero pretender, con la perversidad que se acostumbra, clasificar al Ejército mexicano como una institución conformada por homicidas, es otra cosa. Significa que existe la intencionalidad política de degradar a quien hoy enfrenta, prácticamente en la soledad, el poder del narcotráfico.
Los mismos que se llenan la boca y engordan su ego al presentarse como defensores de los derechos humanos son lo que festinan el asesinato de soldados. Hacia éstos, toda la indiferencia, al cabo que los derechos humanos sólo valen para el comercio mediático.
Al cabo que, dirán, son soldados. Claro, lo que nadie dice es que ese tipo de defensoría busca la disgregación, la división nacional. Tal vez a eso se refería el general Cienfuegos cuando en la parte culminante de su discurso dijo: “El Ejército y el pueblo son uno y lo mismo… basta ver el rostro, la piel, el pensamiento y el corazón de cada soldado para ver que somos pueblo… que somos México”.


