Jaime Septién
(Primera de dos partes)
Un viejo refrán francés decía: “La bonne education vaut plus que la fortune” (La buena educación vale más que la fortuna). Era un refrán “de los de antes”. Ahora, en el arranque del nuevo milenio, casi nadie sostendría que es más valioso —en términos vitales— estar bien educado, conocer del bien y del mal, que ser rico, famoso o, tan siquiera, reconocido entre los que sale, saldrán o salieron en la prensa color de rosa.
Con sorna decimos que primero hay que tener millones de pesos y después, millones de logros. En el camino, vamos perdiendo autonomía, capacidad de asombro, generosidad, entrega, constancia… En una palabra, vamos perdiendo el valor de enfrentar nuestra debilidad.
El discurso publicitario nos quiere fuertes, únicos, atrevidos, exitosos. La televisión nos lo transmite a cada rato. El cine nos lo refuerza machaconamente. Este mundo no es para débiles o para viejos, como señalaba el título de la célebre novela de Cormac McCarthy (No Country for Old Men) escrita en 2005.
Esta época es —publicitariamente hablando— sólo para los jóvenes. Por tres razones:
- Porque se les puede vender fácilmente toda clase de productos que refuercen su posición ante el mundo, mediante el recurso al sentimiento.
- Porque representan el mejor de los mercados posibles al dificultársele al joven cualquier tipo de referencia a la autoridad o al dominio de las jerarquías tradicionales.
- Porque sus cuerpos están lozanos, llenos de vigor, exultantes de energía, como deberían ser los cuerpos de todos, niños y viejos. Son cuerpos que “retratan” a las mil maravillas el vacío de trascendencia que necesita la propia publicidad para colocarse en el lugar de la Palabra de Dios.
Así, la publicidad es el reino de lo absoluto en lo efímero. En esa paradoja se resuelve el mundo contemporáneo. Y es lógico que se produzca una intromisión en el deseo de la gente: buscar lo que no se necesita, porque la única educación y la única jerarquía posible es la del deseo.


