Mariana Bernárdez
A los heridos
Vivo en una ciudad que se hunde, con sombras que asaltan durante el día la acera no templada de viento, de lluvia en febrero y calima que levanta el ventarrón, o de canícula opresiva y de grácil desplome. Días de relámpago y borrasca, cuando se aprende que el perdón no libera de la fragilidad ni de los húmeros huesos, sino que es una batalla que enseña a resistir, y a veces, eso resquebraja más de lo que se quisiera, sobre todo cuando sobreviene la lucidez de que no hay palabra capaz de sanar el tiro certero de la desgracia.
La torpeza emocional ante lo inédito es una herida, que en ocasiones, esconde un rasgo peyorativo que delata la mezquindad y la crueldad ajena, y que vela tras su argucia, la no aceptación de la limitación humana. El lenguaje mordaz, tras la máscara de la dulzura, abre la incredulidad de quien tomado por sorpresa es embestido por el flagelo y la ablación de la caricia. Es tal la asfixia de no aceptar haber sido lastimado, con tan etérea y brutal estocada, que sobreviene un inmediato escepticismo. Porque hay que decirlo, la esgrima es ardua, y aunque desasosiega su azote, se niega la inmediatez del hecho. Entonces, se termina por sucumbir al encanto del veneno. Nada habrá de salvarnos de caer, una y otra vez, a placer del victimario, quien con ojos de querubín, agrega la dosis de cicuta necesaria para no morir del todo y sujetarnos irremediablemente a su interminable escarnio. Toda fascinación conlleva al irremisible enaltecer del encadenamiento.
Violencia en la forma exquisita de su doblez: el susurro que se vuelve dentellada y descalificación, o carcajada que promueve la rispidez de la burla. Tan cotidiana la escena que termina por ser desapercibida, a ojos vista indiferente, y los implicados no saben cómo detener el impulso de la rueda que no cesa en su pretensión de domar el océano y su furia. En escena de magistral pugilismo no desisten del intento, el sobrevuelo obedece a la necesidad de sobrevivencia, y en ese punto de inflexión, la negrura del abismo termina por anudar la tiniebla del corazón humano. ¿Dónde está Dios?, ¿en qué letra escondido?, ¿o en qué blanco?, ¿dónde el consuelo inconmensurable para tan inconmensurable dolor? Destellos, iridiscencia de la noche más oscura que habita adormida en hiedra simbólica: paraíso del que sólo sabemos de su existencia por la certeza de haberlo perdido.
Hasta que al dolor se le nombra, aunque no se le diga, deja de acechar con su boca insaciable, pero hay un remanente que lleva a tensionar los músculos en alerta, y de ahí lo subsecuente es la falsa pretensión de adiestrar el miedo. Se sucumbe ante el tan anunciado incendio, aunque adentro haya un resquicio de libertad intocada que no habrá de ceder ante el embate, un claro donde no hay voz estridente ni mano alzada ni siseo en caudal. Pero la vida pierde su oriente y la risa deja de tintinear, la intensidad de la angustia es la medida que tasa, y pareciera que un día más, es la prueba de quien se encuentra en la mira del franco tirador.
Frente a la opresión de la circunstancia, la limpidez del horizonte, el más allá de la periferia, el presentir otras formas donde verter la vida. El infierno, no es la espiral descrita en descenso por Dante, ni la evanescencia de lo amado en suspiro huidizo, ni siquiera la semilla de teberinto de la cual brotó el árbol de la cruz, es perder el rostro en el beso furtivo de la muerte y permanecer en el bardo del latido.