Camilo José Cela Conde

Madrid.-Los columnistas de los diarios digamos conservadores de España dedican una o varias de sus cuartillas durante la Semana Santa a glosar la espiritualidad del momento y a celebrar la conocida como fiesta nacional, la corrida de toros. Se diría que semejante coincidencia es un tanto morbosa, si no absurda. El jueves y el viernes a los que llamamos santos conmemoran en teoría la pasión y muerte de Jesucristo, es decir, exigen el dolor de corazón y el lamento, mientras que la ceremonia ritual de muerte por estoque al toro es, como dice su nombre, todo un festejo. Salvo en los casos, supongo que patológicos, en los que el espectador acude a la plaza con la esperanza de ver cómo cornean al maestro, debería mediar un abismo entre lo que es el sobrecogimiento del recuerdo de la crucifixión de Dios hijo y el rito de terminar con la vida del toro.
Si hacemos caso de las estadísticas, la Semana Santa se dedica en España sobre todo a pasar unos días de vacaciones en la playa —o en la montaña— con ánimo lúdico y sin acordarse siquiera de cuál es la razón de fondo por la que esos días no son laborables. Una parte menor pero significativa de los ciudadanos se queda en las ciudades y asiste a las procesiones pero ¿coincide ese número con el de quienes hacen de los días santos un ejercicio de espiritualidad? Entre los espectadores del Silencio —mi procesión preferida, siendo niño—, o de Nuestro padre Jesús del Gran Poder y María Santísima de la Esperanza Macarena, habrá de todo como en botica. Abundan, al menos en ciudades como Madrid, los turistas que disfrutan del typical spanish y hacen fotografías de los encapuchados, los pasos y las bandas pero también hay quienes se sienten identificados con la simbología penitente. Pues bien, en uno de esos diarios a los que me refería antes, y justo al lado de una columna dedicada a ensalzar la fe cristiana de la Semana Santa, aparecía la foto de dos actores, muertos de la risa, ilustrando la crónica en la que esos famosos oficiales decían estar disfrutando muchísimo de las procesiones. Vaya. Resulta que recrear la pasión y muerte de Jesucristo es motivo de alegría y goce. Quienes se oponen a las corridas de toros se escandalizan ante el placer que pueda sentir alguien por la tortura de un animal y se les contesta que no entienden que eso es puro arte. ¿Habrá que convenir también entonces que crucificar a quien se tiene por el Dios propio supone un acto artístico que debemos contemplar con grandes risas?
No creo que el cristianismo sea una excepción perversa; sucede que siempre que un recuerdo ritualizado se convierte en fiesta pierde su sentido original y pasa a formar parte de las celebraciones festivas. Cabe darlo por normal pero con la condición de que se entienda que es así y se olviden las justificaciones espiritualizantes. La foto del actor presumiendo a carcajadas de sus raíces deja en muy mal lugar la vocación de trascendencia de unos días que han dejado ya de ser santos.