Gonzalo Valdés Medellín
A finales de los años cincuenta del siglo XX, la importación de comedias musicales comenzaría a generar un gusto en el público mexicano por un género (que sólo había tenido parangón en la zarzuela, la opereta y la revista musicales), a iniciativa del actor y empresario Manolo Fábregas (1921-1996) quien comienza a traer a nuestro país comedias musicales como El hombre de la Mancha, Hello Dolly!, Violinista en el tejado…
El Teatro Manolo Fábregas fue inaugurado por María Félix el 18 de febrero de 1965, en la calle de Serapio Rendón 15, colonia San Rafael, presenciando el estreno de la obra Cualquier miércoles. Este sería un teatro que daría sin duda la pauta de la fortificación del teatro comercial con propuestas de índole profesional y artistas enclavados en el show busines desde el cine y la televisión. Precisamente el caso de Cualquier miércoles es referencia ineludible de esto, pues el elenco estaba compuesto por don Fernando Soler, Silvia Pinal, Marilú Elízaga y el mismo Manolo Fábregas.
Infinidad de actores de gran renombre pasaron por el escenario del Teatro Manolo Fábregas, espacio que vendía la calidad de los profesionales del espectáculo, de las estrellas de cine y televisión, y hasta ahí llegaron actores de relieve internacional como Libertad Lamarque, Ángel Garasa, Mauricio Garcés, José Gálvez, o ya consolidada, Silvia Pinal… entre algunos de los más representativos.
De la comedia suave como La pareja increíble de Neil Simon con Garasa y Gálvez, pasando por Hello Dolly!, interpretada por Lamarque, hasta el éxito rotundo de comedias musicales como El hombre de la Mancha con Naty Mistral y Violinista en el tejado estelarizada por Fábregas —justo es decirlo con maestría hasta ahora nunca superada—; u obras provenientes del verdadero circuito Broadway de Estados Unidos, que marcaron huella en su momento tocando temas de profusión social y psicológica como Buenas noches, mamá de Marsha Norman, ganadora del Pulitzer (con las sorprendentes actuaciones de Carmen Montejo y Susana Alexander) o El hombre elefante de Pomerance (en la que debuta Rafael Sánchez Navarro al lado de Adriana Roel), el teatro comercial de Manolo Fábregas, criticado por vender productos aun de impecable factura espectacular, sin embargo, dejó sentadas las bases de la calidad que todo teatro comercial debería perseguir.
Incluso la comedia del español Santiago Moncada La muchacha sin retorno significó una aproximación relevante a otros contextos culturales, lejos de la convencional comedia hispana de Alfonso Paso, muy estilada en esos años o de aquellas miras teatrales que en el Teatro Manolo Fábregas parecían reducirse sólo a los productos estadunidenses o londinenses. En La muchacha sin retorno el famoso actor y productor de telenovelas Ernesto Alonso estelarizó una temporada de resonado éxito de público y taquilla acompañado por Ana Martín, Rita Macedo, Susana Cabrera y Emilia Carranza.
Durante más de veinticinco años, y hasta mediados de los ochenta, con logros notables tanto artística como comercialmente, el de Fábregas fue un ejemplo a seguir para muchas de las figuras de nuestro cine y nuestro teatro que validaban sus trayectorias cuando eran contratadas para alguna de las obras producidas por quien fue conocido popularmente como El Hombre Teatro: Manolo Fábregas, a quien se debe también la edificación de otro teatro de importancia para el show busines mexicano; el Teatro San Rafael, así como del Conjunto Virginia Fábregas que integra varias salas.
El teatro con cara de extranjero
Indudablemente, Manolo Fábregas, representa no sólo toda una época del teatro en México —que no precisamente mexicano—, no sólo en lo que se refiere a la propagación de la comedia musical de Broadway, sino a la abundancia económica —recíproca entre público, artistas y empresarios— en que dicha época se gestó.
Los atributos de Manolo Fábregas se condensarían en dos puntos: 1) La constante y continua escenificación de obras de corte extranjero; y 2) El empleo que generó —también continuamente— para actores, actrices, escenógrafos, músicos, coreógrafos y bailarines.
Los productos de Manolo Fábregas siempre estuvieron caracterizados por un decoroso artesanado. Pocas veces era posible hablar de las obras de Fábregas como trabajos descuidados en su producción. Lo que en realidad concitaba la diferencia de apreciaciones y criterios era el origen ideológico, e incluso estético, de la gran mayoría de las puestas en escena, no el que la comedia musical debiese ser hecha a un lado. Y en dado caso, como productor, Fábregas siempre tuvo a su favor el ser dueño de sus proyectos y sobre todo del capital que invertía en ellos.
“Estoy traumado con el teatro mexicano”, confesaba
Lo que toda vez resultaba descorazonador en el trabajo como productor de Fábregas era su desdén por el teatro mexicano —ya no digamos por el latinoamericano— y el someter algunas obras de posturas contestatarias a ideas que tergiversaban su verdadera esencia, como ocurrió con No tengo… no pago de Darío Fo y Franca Rame, que en manos de Fábregas vio ciertamente suavizadas sus resonancias sociopolíticas, pese a las extraordinarias actuaciones de Susana Alexander y Guillermo Orea, y la eficaz dirección. Pues, como se sabe, Manolo Fábregas era un director de rigor que siempre atinaba en el blanco de lo comercial con un teatro donde privaba el divertimento y sólo a veces atisbaba la reflexión.
Buen actor, excelente comediante, cantante y bailarín (lo evoco con admiración en El violinista en el tejado) a Fábregas se debe la tradición, no del teatro mexicano, sino de una veta importante de éste: el comercial. Poco apostó y menos creyó en los dramaturgos nacionales, y cuando produjo la obra El pequeño caso Jorge Livido, de Sergio Magaña, se arrepintió para el resto de sus días por el fracaso estrepitoso que como productor le significó. Llegó a comentarme en una entrevista: “Estoy traumado con el teatro mexicano”.
Manolo Fábregas legó con sus producciones una imagen de un teatro con rostro extranjero y entrenó a muchas generaciones de artistas y público en una sensibilidad de estética teatral divorciada —¿o disociada?— de su real conformación idiosincrásica.
Ganó así la aprobación de un público que lo siguió cautivo en la gran mayoría de sus empresas. Asimismo fincó la necesidad de muchos actores de brillar en (y con) el glamour del teatro a lo Broadway y en el —así llamado— divertimento fino y sin complicaciones.
Como quiera que sea, Manolo Fábregas marcó hitos y posturas en el gran entramado del ejercicio escénico de México y en ello encontró no pocos aciertos y no pocas admiraciones. Por lo que es innegable que Manolo Fábregas, constante protagonista del teatro en México legó y vivió momentos de grata memoria e insospechados entusiasmos que aún perviven. (*)
En la actualidad, el inmueble del Teatro Manolo Fábregas está en remodelación, quizás en breve tendremos noticias de una próxima reinauguración y por ende de un justísimo homenaje a tan relevante figura del teatro mexicano: Manolo Fábregas.
(*) Fragmento del ensayo “El show busines en México”, de Gonzalo Valdés Medellín, del libro Un siglo de teatro en México. David Olguín, coordinador. Biblioteca Mexicana, Conaculta / Fondo de Cultura Económica. México, 2011.