EDITORIAL

Beatriz Pages¿Cuál es la clave, el quid de la reforma política del Distrito Federal? ¿A quién beneficia? Si la causa o razón de Estado es acabar con las mafias que se han apoderado de la capital del país, bienvenida la reforma. Pero, si sólo se trata de quitar a unos para poner a otros, se estará ante un cambio simulado que cancelará la posibilidad de convertir la Ciudad de México en una metrópoli con un sistema democrático de vanguardia.

Alabada sea aquella reforma que libere la capital del país de cualquier tipo de secta, nichos oscuros creados desde 1997 por el PRD, y hoy también por Morena.

Aunque en la minuta aprobada por el Senado de la República no se precisan las implicaciones que tendrá la sustitución de delegaciones por alcaldías, la esperanza es que la Asamblea Constituyente pueda hacer también un replanteamiento de los límites territoriales de cada demarcación, para acabar con los feudos que hoy ostentan tribus y organizaciones.

La reforma política del Distrito Federal plantea dudas de fondo. La más importante de ellas es saber a quién beneficia. ¿Para quién está hecha? Siempre se dijo que se buscaba un modelo de gobierno más democrático, pero, cuando menos en esta primera etapa, estuvo ausente la ciudadanía.

Ausente en el papel y en la movilización de la opinión pública. Se trata de un cambio profundo que impactará a más de 20 millones de habitantes y, sin embargo, esos hombres y mujeres desconocen su contenido.

Los ciudadanos se preguntan si la reforma va a terminar con la corrupción en el gobierno. Si hay alguna razón para esperar que los alcaldes sean menos corruptos que los delegados.

¿Se pondrá fin a los liderazgos que lucran y prohíjan el ambulantaje?, ¿a un crecimiento urbano anárquico que se recicla gracias a la complicidad entre funcionarios y desarrolladores?, ¿habrá un transporte público limpio y eficiente o, por el contrario, seguirán los fraudes tipo línea 12 del Metro?

¿Seguiremos siendo rehenes de marchas, plantones y de anarcos o se protegerá el derecho de la mayoría a movilizarse?

¿El jefe de Gobierno tendrá autoridad —como la tuvo Barack Obama en Baltimore— para llamar delincuentes a quienes delinquen contra la ciudad, y aplicar la ley?

Son las interrogantes que se hace la gente que vive y sufre la ciudad y que hasta hoy no ha sido tomada en cuenta.

La elección de alcaldes y concejales no garantizará necesariamente abrir más espacios a la ciudadanía. Hoy, la democracia no sólo radica en lo electoral sino en la fuerza e influencia que pueda tener la opinión de la sociedad sobre las autoridades que gobiernan.

Es cierto que los 300 concejales estarán facultados para supervisar y evaluar las acciones de gobierno y controlar el ejercicio del gasto público, pero seguirán respondiendo a los intereses de los partidos o grupos que los promovieron.

 La Asamblea Constituyente tendrá que valorar la creación de figuras como “el abogado del pueblo” u otras opciones novedosas, propias del siglo xxi, que permitan a los habitantes de una comunidad organizarse, tanto para exigir como para corresponsabilizarse y cogobernar.

Aunque la Ciudad de México seguirá siendo el asiento de los poderes federales, también es una de las capitales más grandes y pobladas del mundo. Su alta densidad demográfica tiene que dejar de ser una carga para convertirse en motor de modernidad.