Juan José Reyes


Los nacidos en 1914 respiraron de cerca o de lejos los aires de la lucha armada. El país se sacudía y nadie bien a bien podía saber qué camino iba a tomar. Había terminado la larga dictadura, se habían ido los más de treinta años de paz ficticia que don Porfirio impuso a cambio de poner las bases de una siempre postergada modernización, la que equivalía a una puesta en ritmo, el ritmo que marcaban las potencias europeas o Estados Unidos. Aquel año nacieron Octavio Paz, José Revueltas, Efraín Huerta y José Iturriaga. Los cuatro entrarían en contacto entre sí. Los vínculos de Paz y Huerta son bien conocidos, así como su posterior distanciamiento. Paz e Iturriaga fueron amigos en la juventud, y es muy probable que con los años hayan mantenido una buena relación. Por su parte, Revueltas, a diferencia de Huerta, permaneció en la izquierda sin dar una sola concesión y labró una obra intensa, dolorosa e imborrable.

Los cuatro personajes representarán suficientemente a los intelectuales mexicanos en el medio siglo. Tres de ellos escribirán sus reflexiones acerca del país de manera sistemática: Paz, Revueltas e Iturriaga, mientras Efraín oscila entre su fascinación delante del este europeo y su amor por la capital del país en poemas tan memorables como Declaración de odio o Avenida Juárez.

De aquellas reflexiones las más conocidas por mucho son las de El laberinto de la soledad. En segundo término están las de Revueltas, mucho más atenidas a la dialéctica que pone las bases de la realidad social en la lucha de clases. Iturriaga por su parte sigue el camino abierto por una institución oficial, la Nacional Financiera, y escribe un libro fundamental: La estructura social y cultural de México.

A estos tres pensadores, que continúan de manera explícita (Octavio Paz) o no la propuesta que en 1934 había lanzado Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México, se sumará el grupo de filósofos del Hiperión (Uranga, Villoro, Portilla, Guerra, Reyes Nevares, Vega, animados por Leopoldo Zea, nacido en 1912), más jóvenes por ocho, diez años que ellos. Hacia finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta hay una verdadera efervescencia nacional por dar con el ser o por lo menos el carácter de México y lo mexicano. Desde las páginas de México en la Cultura, el suplemento cultural que impulsa Fernando Benítez, la intelectualidad mexicana llena páginas y más páginas con investigaciones e ideas en aquella búsqueda.

Nadie parece dudar de los frutos que ha dado la Revolución, y todos coinciden en que lo que ha de venir tiene que ser mejor, con una condición: precisar dónde se está y quién y cómo es el que está. La obra de Iturriaga, técnica y reflexiva a un tiempo, reúne las dos preguntas y el par de respuestas. Esto es México y éste es su lugar. Iturriaga, poseedor de numerosos datos y de una bien provista capacidad de análisis, perfila el “yo y mi circunstancia” nacional.

A final de cuentas habían pasado ya varios años de tranquilidad, aunque no faltaran sobresaltos. La institucionalización de la vida nacional no podía ponerse en duda ni podía dudarse de los beneficios que significaba. Con las excepciones de Revueltas (en pos de una revolución de otro corte, como puede pensarse) y de Daniel Cosío Villegas, que en 1947 escribió La crisis de México, no parece haber lugar para pensar que hay que cambiar el rumbo o siquiera dar virajes de consideración.

Se reconocen insuficiencias, desde luego. La obra de Iturriaga, patrocinada por un organismo gubernamental, como se dice líneas arriba, no carece de estos reconocimientos, y no puede pensarse que el autor haya cedido su independencia en favor del patrocinio. Todo el mundo sabe que aquello era sólo el comienzo: el México revolucionario apenas despunta, inserto, en aquel medio siglo, en una nueva tentativa de modernización, que tendría que ser ahora sí cumplida y fructífera.

Años de definiciones, los cuarenta y los cincuenta son una enmienda institucional de la política que había desplegado el cardenismo. Sin rupturas —tal es uno de los aciertos históricos del pri— el llamado sistema político mexicano adopta una línea que parecería estar al borde de lo estrictamente revolucionario. Que no haya rompimiento, que el viraje no sea definitivo es cosa que el país debe precisamente a las fuerzas de las instituciones que tanto contribuyó el general Cárdenas a crear o fortalecer. Las instituciones poseen una insospechada elasticidad, se adaptan sin demasiados problemas a los intereses de nuevos grupos, como el de los alemanistas. Mientras, el país, en los años cuarenta, sigue siendo un país rural. Existe desde luego una clarísima propensión al crecimiento de las ciudades, que ocurrirá de manera desordenada, desbalanceada. Apunta José Iturriaga que “de 1920 a 1930, la causa principal que explica la disminución de la población rural —paralelamente al fenómeno del crecimiento de los centros urbanos— no fue tanto la industrialización, sino el quebranto de la economía agrícola originado por la destrucción de las antiguas haciendas y la asolación de los campos. Esto sin considerar otras causas igualmente importantes, a saber: la emigración de braceros a Estados Unidos —que continuó en ascenso— y la seguridad buscada en los centros urbanos por la población rural, debido a los tres golpes armados que tuvieron lugar en la mencionada década: la rebelión delahuertista de 1923, la rebelión denominada ‘cristera’ de 1926 y la rebelión escobarista de 1929”. De los años veinte a los cuarenta hay un avance en el campo, gracias a la puesta en marcha de los programas cardenistas y consecuentemente hay un aumento de la población urbana, en virtud de adelantos de la industrialización también y fundamentalmente. Pero las ciudades, especialmente la capital del país, carecen de una organización conveniente y su orden antiguo tiende a romperse (como advirtió Iturriaga, propugnador fallido de un reordenamiento del Centro metropolitano, más tarde apellidado “Histórico”).

Los avances son indudables en los rubros más diversos: salud, seguridad social, educación, cultura. Crece la clase media, que se llena de aspiraciones orientadas a niveles de bienestar poco antes impensables y marcadas en grados más que considerables por el modelo estadounidense, el american way of life. “¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?”, se preguntaba previamente con justa alarma Rubén Darío, en nombre de una Latinoamérica uniformada por la pobreza y la escasez de miras.

La vida en la capital del país se convierte a su vez, y siguiendo el patrón del antiguo centralismo invicto, en el patrón, en el emblema nacional. La provincia ve cómo se acendran sus rasgos típicos a ojos de los que han alcanzado otros niveles de progreso: es pintoresca, tradicional, arraigada en costumbres inalterables, es decir, sin exagerar, es vernáculamente atrasada. La provincia mexicana está fuera de la historia, en el sentido de que está privada de movimiento, quieto testigo, meramente proveedor, del progreso de los otros.

Los otros, por su parte, lo observa con tino José Iturriaga, serán lo que habrá de conocerse como “los mexicanos”. Los otros serán las fuentes de las caracterizaciones. Con un a según: de aquellos otros se eligirá a la mayoría, es decir, a los que vendrían a ser los provincianos de la capital. La masa, el populacho. Iturriaga habla de ellos como de miembros de las clases medias pobres. Serán los nacos de nuestros días; son los que antes fueron los pelados, los que integraron la plebe.

A aquellos mexicanos es a los que puede tipificarse. Iturriaga sabe bien, y así lo expresa, que no se tratará más que de generalizaciones, es decir, de puntos de vista necesariamente arbitrarios, pero no hay duda de que inocultables y portadores de buenas medidas de verdad. Son aproximaciones, a las que la inteligencia está obligada a atender y a afinar.

Y en este campo Iturriaga incurre en las ideas de otros autores, novedosas en el momento, y de necesaria expresión. El mexicano será en consecuencia tímido, supersticioso, abúlico. Es hijo de un mestizaje que no termina de cuajar (en el medio siglo, recordemos, la figura de Cuauhtémoc es vista con exaltación, mientras que la de Cortés sirve sobre todo para denostarla). Acierta Iturriaga al observar que aquella polarización obedece a que las condiciones de los indígenas no han salido del atraso. Y acierta también cuando recuerda la afirmación de Cosío Villegas, que habló del peso fundamental que tendría el resquebrajamiento del poder español en la formación de México y su cultura.

Hoy, más de cincuenta años después de que fue concebido, el vasto esfuerzo de José Iturriaga continúa arrojando provechosas y múltiples luces en el campo de las ideas.