En crisis

Mireille Roccatti

La muy reciente violación a las medidas de seguridad de la, hasta ese momento, prisión de “alta seguridad” por excelencia del sistema penitenciario mexicano evidenció la ya muy larga crisis del modelo carcelario implantado en nuestro país. Al respecto conviene abordar el tema más allá de lo anecdótico y estridente de la fuga del Chapo que ha sido explotado hasta la saciedad.

La cárcel en su conceptualización actual coincide con el cambio del modo de producción a partir de la Revolución Industrial, cuando la libertad adquirió un valor económico. Al adquirir un valor significativo el trabajo asalariado, como modo de acceder a la riqueza social y otorgarle valor pecuniario al trabajo humano medido en tiempo, se estableció una pena, en este caso de privación de la libertad; se priva al infractor de un quantum, del latín, cantidad de algo, al privarle de su libertad durante un tiempo, de un quantum de su tiempo y equipararlo con el ingreso correspondiente al trabajo asalariado.

Reflexionar respecto de la prisión y su papel en la sociedad, obliga a entender que cada colectividad instaura códigos y valores respecto del bien y el mal, y para premiarlo o castigarlo define especiales formas de castigo. Estos parámetros varían y retratan fielmente las características definitorias de cada pueblo y cultura a lo largo de la historia.

Por referir sólo algunos casos, tenemos, por ejemplo, a los egipcios, que se singularizaron por la ingente crueldad de castigo, sancionando a los infractores de sus códigos de conducta social con la pérdida o trituración de miembros, o la muerte por animales, que devoraban a los reos. En India, el condenado era aplastado por elefantes. En la antigua Roma el condenado era degollado, crucificado, o en su caso introducido en un saco de cuero con animales como monos, perros o serpientes. O con los vascos, el garrote vil. Posteriormente en la era moderna surgió la hoguera, la horca, la guillotina, la silla eléctrica y las inyecciones letales, entre otras.

En el caso de México, cabe recordar los calabozos novohispanos, señaladamente los de la Inquisición, o las insalubres, crueles y torturantes “pedazo de infierno” que fueron las prisiones de Belén y de San Juan de Ulúa. O más cercanamente el Palacio Negro, como se conocía a la cárcel de Lecumberri, construida por el porfiriato en ocasión del centenario de la Independencia. Y tampoco puede soslayarse que también en el gobierno de Porfirio Díaz se adquirieron las Islas Marías, copiando el modelo francés de crear prisiones en islas lejanas, que se hicieran famosas por los relatos de Papillon.

Más recientemente en nuestra patria, en los años setenta del siglo pasado se realizó la última reforma penitenciaria, instaurándose nuevas prisiones con nuevas modalidades en el trato a los reclusos, y que se conocen como ceresos —centros de readaptación social— en todo el país y como reclusorios en el Distrito Federal. Posteriormente, en 1991 se creó con características de alta seguridad el primer Centro Federal de Readaptación Social de Almoloya.

El eje rector de esa reforma y la consecuente evolución en las características de las prisiones fue la readaptación social del sentenciado, lo que la terca realidad señala como incumplido. Las causas son múltiples, desde la falta de recursos para su funcionamiento óptimo, agregándose la sobrepoblación y principalmente la corrupción, que permiten a los reclusos privilegios intolerables y acceso a drogas, alcohol, mujeres e incluso salir de prisión consentidamente para, de manera paradójica, delinquir y regresar a la prisión como refugio.

Por eso conviene entender que los muros de la cárceles establecen límites físicos, significan un antes y un después, pero sobre todo constituyen un necesario espacio de exclusión, para evitar daños al tejido social. En este último sentido es urgente y necesario que después de 45 años, repensemos el modelo de reclusión porque el imperante está agotado y además corroído por la corrupción endémica que, como jinete del apocalipsis, asuela a nuestra sociedad.