El único que saldría beneficiado con la extinción del Partido de la Revolución Democrática es Andrés Manuel López Obrador y su feudo Morena.
La desaparición del PRD impactaría de manera muy seria el equilibrio de fuerzas en el país, impediría o cuando menos complicaría los acuerdos dentro del Congreso, y lo más importante: agravaría la violencia política.
A los perredistas se les cayó nuevamente la “cortina de hierro”. Otra vez, como en 1990, cuando se desintegró la Unión Soviética, la izquierda se encuentra inmersa en un estado de confusión programática y desorientación ideológica.
A diferencia de cuando nació, el PRD tiene hoy otros retos. Uno de ellos y tal vez el más importante en estos tiempos es la construcción de una izquierda moderna, sin dogmas, fanatismo ni fantasmas, capaz de construir, de acordar y de sustituir el grito estridente por ideas.
Los sectores más dogmáticos de la izquierda, especialmente Andrés Manuel López Obrador y sus jilgueros, atribuyen la crisis del PRD al hecho de haberse aliado al gobierno del presidente Enrique Peña Nieto durante el Pacto por México.
No, el PRD es autor de su propia debacle. El monstruo “perrediano” lo crearon todos. Lo mismo sus fundadores que sus principales líderes, pasando por cada uno de sus integrantes.
Líderes, fundadores y mesías que hoy lo abandonan y desechan porque ya no sirve a sus intereses, pero que en su momento, en aras de la rentabilidad electoral, aceptaron convertirlo en receptáculo de agrupaciones delictivas que, hasta hoy, utilizan la “defensoría social” para ocultar su verdadera identidad.
Los mismos a los que Cuauhtémoc Cárdenas les abrió las puertas del PRD son los que se encargaron de marginarlo y de crear las condiciones para que renunciara. Que le pregunten a López Obrador cómo llegó un día a la casa del ingeniero a suplicarle que le diera cobijo político para, años después, soterradamente, desconocer y conspirar en contra de su liderazgo.
Los perredistas se debaten hoy entre la nostalgia y la culpa. Muchos siguen insistiendo en que López Obrador, Morena y el PRD vuelvan a ser uno solo, cuando la gran exigencia que tiene hoy la izquierda es la de renunciar a lo que López Obrador representa.
Es decir, un dogmatismo ramplón, del todo o nada, del no por sistema, incapaz de encabezar la urgente evolución ideológica que debe experimentar la izquierda mexicana para liderar —a través de la propuesta— el cambio de modelo económico y social que el país necesita.
Una izquierda anárquica que hoy, para crecer, le apuesta a construir alianzas —como lo pide López Obrador— con la CNTE y con todas las agrupaciones que viven en la ilegalidad y forman parte de la industria de la desestabilización.
El senador Miguel Ángel Barbosa condicionó la sobrevivencia del PRD a la disolución de las tribus. “Si no se disuelven —dijo—, no habrá destino”. Y efectivamente, no lo habrá por operar como operan y representar lo que representan: grupos de presión al servicio de empresas políticas personales, útiles para colocar candidatos y cobrar por cada curul, cargo o tianguis.
Líderes que rechazan la disciplina y la unidad partidista, que se oponen a la institucionalización del PRD, que la leen y quieren interpretar como sinónimo de vasallaje porque representa el final de sus intereses individuales.
La transformación y consecuencias de la disolución del PRD rebasa las fronteras de esa agrupación partidista. De su extinción o modernización depende tener una mejor democracia, paz y estabilidad política.



