Recuperar su esplendor

Mireille Roccatti

Uno de los signos de ejercicio del poder recuperados en 2012 por el nuevo gobierno que más gustó e impactó en la sociedad fue que hubiesen recuperado los rituales republicanos exteriorizados en la formalidad y respeto recíproco en el trato entre poderes y el propio respeto a la investidura presidencial. Y no se trata de cortesanías o formalidades caducas, sino de respeto y cabal entendimiento tanto de los equilibrios constitucionales, como del ejercicio responsable de las propias facultades legales.

El Palacio Nacional es el escenario ideal para la recuperación de la liturgia republicana porque le agrega un valor adicional dado el simbolismo que conlleva que se produzca en el corazón político de nuestro país. El Palacio Nacional exterioriza la conceptualización misma del poder y conjuntamente con el Zócalo son el corazón de la nación.

Este simbolismo viene de lejos, desde antes de la llegada de Cortés en estos sitios se radicaba el inmenso poder de los Tlatoanis en el que fue el palacio de Moctezuma, y después de la Conquista los españoles, durante el Virreinato, edificaron en él tanto el centro del poder político civil como el religioso. Y así siguió siendo durante el México independiente y hasta mediados de los años sesenta, cuando sólo de manera esporádica los presidentes de la república despachaban en la residencia oficial de Los Pinos y habitualmente los asuntos públicos se desahogaban en Palacio Nacional.

Hacia el final del sexenio anterior y durante los gobiernos panistas las cosas se invirtieron y sólo en ocasión del informe presidencial, el 15 de septiembre y la presentación de cartas credenciales por parte de los diplomáticos acreditados ante nuestro país, acudía el titular del Ejecutivo a Palacio Nacional. Los presidentes comenzaron a despachar habitualmente en Los Pinos.

Es preciso recordar que ese espacio es testigo de innumerables episodios históricos que debemos tener siempre presentes en la memoria colectiva, como por ejemplo el próximo mes de febrero se cumplen cien años del cuartelazo de Huerta, la prisión de Madero en el propio edificio que culminó con su asesinato y en su interior existen las huellas del disparo en su contra cuando en un primer intento se le trató de detener. En algún lugar del mismo, murieron el padre Fray Servando Teresa de Mier y el propio Juárez.

En cuanto al Zócalo habría que recordar cómo los mexicanos acudieron en masa en 1938 en apoyo a la expropiación petrolera o cómo repetidamente lo llenaron los jóvenes en el 68 y, desde luego, resulta indiscutible que acudir masivamente el día de la celebración de la Independencia, el 15 de septiembre, les otorga por su carga simbólica sentido de identidad a los mexicanos.

Por todo ello y mucho más, resulta promisorio que este gobierno lo recupere como el espacio central del ejercicio del poder. La rendición del III Informe de Gobierno por el titular del Ejecutivo federal, hace unos pocos días, luego de su entrega por escrito al Congreso de la Unión, nos hizo pensar que la madurez de nuestra democracia nos obliga a regresar dicha ceremonia republicana al escenario que de suyo le corresponde: el Palacio Legislativo. El equilibrio de poderes así lo exige y debemos superar las destemplanzas del pasado reciente que alteró ese acto de rendición de cuentas al pueblo de México.

Y sólo agregaría que sería positivo que se complementara, en coordinación con el gobierno de la Ciudad de México, una restauración integral del Centro Histórico. Que el viejo primer cuadro de la ciudad recupere su pasado esplendor y que los mexicanos lo pudiéramos presumir como lo hacen Roma, París, Londres, Moscú y tantas otras ciudades del mundo.