Una crónica de Rusia
Roberto García Bonilla
Rusia es el país, entre 247, con más extensión territorial en el mundo: más de 17 millones de kilómetros cuadrados.
Tras la Revolución de 1917 se conformó la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, reconocida como un Estado federal marxista-leninista (1922) durante casi siete décadas; después de la Segunda guerra; la URSS y sus aliados crearon la llamada Guerra Fría que se opuso a la hegemonía de Estados Unidos en Occidente.
A lo largo de casi medio siglo, los países predominantes fueron Estados Unidos y la URSS; poderosos, cuyos respectivos avances científicos, tecnológicos y desarrollo económico fueron modelo de sus satélites.
El papel de Gorbachov
Correspondió al vanguardista de las reformas Mijail Gorbachov el intento de transformación de un Estado hundido en una burocracia gigantesca que no pudo enfrentar las transformaciones de un mundo que iniciaba lo que ahora se reconoce como globalización.
La perestroika (el desarrollo de una nueva estructura económica, que exigía la transformación y fortalecimiento del sistema socialista) y la glasnot (que como su origen lo dice —transparencia y apertura— se proponía, además, la liberación de las estructuras políticas) fueron insuficientes y demasiado innovadoras para un gobierno que había llegado al estatismo y estancamiento políticos, que tenía el control de los medios de comunicación.
La libertad de expresión estimulada por Gorbachov condujo a una crítica, impensable hasta entonces, a las autoridades y, sobre todo, del autárquico Partido Comunista emergió la brutal represión de las políticas estalinista (cuyo líder, Stalin, dirigió el Partido tres décadas (1922-1952); su liderazgo y régimen fueron vistos como una tiranía: fue condenado en muchas ocasiones.
El mejor ejemplo de ello fueron los campos de concentración: los Gulag (Dirección General de Campos de Trabajo), donde se desarrollaban trabajos forzados hasta la iniquidad.
Las reformas de Gorbachov, que desde 1978 había sido secretario de Agricultura y miembro del Sóviet Supremo, dos años después, se hicieron tan populares —a mediados de los ochenta, en la era de Brezhnev— como aceleradas las transformaciones realizadas.
El radicalismo de Gorbachov —secretario Geneal del Partido Comunista, desde 1985, a la muerte de Chernenko— fue detenido por los grupos conservadoras del Partido. El desastre de Chernobil, accidente nuclear ocurrido en la homónima ciudad —ahora Ucrania—, ocurrido en abril de 1986 manchó aún más la imagen del gobierno soviético. Se ha dicho que Gorbachov, (jefe del Sóviet supremo y del Estado desde 1988 hasta 1991, cuando fue relevado por Boris Yeltsin, quien más tarde disolvió la URSS) y sus colaboradores fueron traicionados por la burocracia estatal que obstruyó información libre sobre los hechos.
Poco, muy poco se sabe de la “nueva” Rusia en la era de Vladimir Putin; los medios de comunicación apenas informan de hechos oficiales; los politólogos hablan del presidente de Rusia desde hace tres años; antes primer ministro (2007-20089), y presidente del gobierno (2008-20012); parecen reproducirse políticas de control como en la era estalinista. Los medios de comunicación están visiblemente sojuzgados. Creó reformas para fortalecer el poder en la cúpula del Estado ruso.
Edición reveladora
La publicación de La fiebre blanca en México del periodista polaco Jacek Hugo-Bader es reveladora por distintas razones y vertientes; uno muy significativo es que la traductora, quien también realiza las notas, Anna Styczynska conocdera del habla de la ciudad de México, decidió hacer no una traducción formal, menos aún castellana, sino “chilanga”, la cual es fluida y rica en hablas y registros, aunque en ocasiones la sintaxis esté lejos de la ortodoxia.
En 2007, Bader inició un largo periplo a lo largo de Rusia, en cuyos territorios (Siberia) se sienten los inviernos más crueles del mundo. Dividido en veinte apartados, respectivas crónicas que en muchos momentos parecen ficciones entre el horror y el milagro; de la agonía a la salvación, y de la miseria idealizada no por un discurso de la victimización, sino por el de las inverosímiles respuestas que tiene la población depauperada para sobrevivir con una dignidad que quieren ocultar las cifras oficiales, las miradas ilustradas.
No muy lejos de cuanto sucede en el país que nosotros habitamos; la “salvación” a la realidad es la sublimación, peros sobre todo la evasión: los altos índices de alcoholismo (recordar el alcoholismo incontenible y visible de presidente Yeltsin). La desorganización social, la corrupción galopante, sobre todo después de la caída de Gorbachov.
La lectura de estas crónicas están enriquecidas con fotografías de algunos de los protagonistas de historias de vida que dan cuenta de la brutalidad, la docilidad; los bajos instintos trenzados con la pueril candidez.
La traducción al “mexicano” de estás crónicas en ciertos pasajes son altisonantes —la traductora parece engolosinada y fascinada por la diversidad de hablas en la ciudad de México— y más allá de la incomodidad ideologizada, representa un reto y un ejercicio para el lector, sobre todo para quienes hemos vivido y nos hemos alimentado y (de)formado con variedad de hablas, tonos tímbricos y registros lingüísticos.
Incluso de manera involuntaria surge un confrontamiento y comparación entre Rusia y México y los millones de habitantes que pueden encarnar a los protagonistas de las crónicas y reportajes, en medio de los recorridos, que en coche realizó Bader de Moscú a Vladivistok.
En conjunto, la revelación de los textos de la La fiebre blanca es la posibilidad de sumergirse de manera natural, en muchos momentos ruda, eso sí siempre directa, a una idiosincrasia que deja ver valores, emociones, mitos, de la cultura y mentalidad en Rusia.
Este es también un modelo y motivación para periodistas noveles, como lo fueron los escritores del Nuevo Periodismo en Estados Unidos y el estilo de un gran narrador que poseen las crónicas de Kapuscinski.
Jacek Hugo-Bader, La fiebre blanca, México, Superplus (col. La Mirada Salvaje), 2014.