Carmen Galindo

Al leer cualquier relato de Sergio Pitol aparece, como rasgo que lo singulariza, la ambigüedad. Sin embargo, aunque causa curiosidad e incluso desasosiego, uno nunca sabe de dónde proviene tanta incertidumbre ¿de sus personajes, siempre cuesta abajo?, ¿del ambiente excéntrico?, ¿de la trama inconclusa y como con huecos?, ¿de la forma –que debe tanto a Gogol- de narrar?, ¿de su personalísima y obsesiva visión del mundo?

 

La trama inacabada

Aunque la sátira -como que es un estallido- nos ciegue de momento, lo que nos atrae, en el fondo, de El desfile del amor, la novela de Sergio Pitol, es su ambigüedad, en este caso descubierta, al menos a primera vista, en una trama inacabada, donde existen más cabos sueltos que soluciones definitivas, en su auténtica vocación de obra abierta, de enigma sin concesiones.

Este armazón de cabos sin atar, que obliga a pasar las páginas a alta velocidad y desandando indicios, no aparece de improviso. La indagación de un crimen, posiblemente político, quizás sólo policiaco, acaso un mero error, (muy probablemente una confusión) sirve de trama a la novela.

Empeñado en escribir una crónica del año 1942, Miguel del Solar -profesor de Historia en la Universidad de Bristol- interroga a los inquilinos de un edificio de la Colonia Roma, el Minerva, escenario -completamente real y en la esquina en que lo establece la novela- sobre el asesinato de un joven austríaco, Erich María Pistauer.

Surgen, en las indagaciones del historiador, según el (parcial) ojo con que mira cada testigo, las más disímiles hipótesis sobre el asesinato ocurrido la noche del 14 de noviembre de 1942. Nadie se pone de acuerdo ni siquiera sobre el destinatario original de los balazos. Sólo un hecho es cierto: el disparo hizo blanco en Erich María Pistauer, un joven austríaco de padre judío. Pero algunos testigos intuyen que las balas iban dirigidas a Pedro Balmorán, un intelectual en que corren parejas su desmesurada autoestima y su universal falta de reconocimiento; quizás a Ricardo Rubio, el joven hijo de Delfina, una mujer venida a más con la Revolución, y aun a Ida Werfel, la erudita en Tirso de Molina.

Dos son las principales versiones: Un ajuste de cuentas entre agentes alemanes y sus aliados mexicanos -la derecha radical de genealogía cristera- en el transcurso de sus actividades clandestinas durante la contienda bélica de los cuarentas, o bien una escisión de la familia revolucionaria en medio del aparente abrazo de la unidad nacional. Sin embargo, una tercera versión, la más sencilla de todas porque no supone contextos sociales ni políticos, es la más socorrida: Borracho, Pistauer trata de abordar a fuerza un coche particular, confundiéndolo con uno de alquiler, cuyos ocupantes, asustados, -casi en legítima defensa, se alega-, le disparan.

No faltan otras y más sugestivas hipótesis: Hay quienes conjeturan que esta muerte es preludio de la del cristero Arnulfo Briones, padrastro de Pistauer; mientras un despistado sospecha que el motivo de la muerte del joven son los celos del general Torner por la actriz Matilde Arenal. Una deducción más involucra la biografía, que pretende escribir Balmorán, de un castrado de la época de Maximiliano que los Briones confunden con un pervertido pariente suyo, el poetastro Gonzalo de la Caña, y muy soterradamente, con la primera y ambigua esposa del cegatón Arnulfo Briones. En estas arenas movedizas, una sola cosa es segura, hay un enmascaramiento, alguien, o muchos, ocultan su verdadera personalidad, sus secretos intereses, sus reales intenciones y, por supuesto, sus pasadas andanzas.

El novelista no privilegia ninguna de las versiones. Parece extender una carta blanca al lector, quien puede adoptar la trama que le sea afín o añadir una más: la que le dicte, por su cuenta y riesgo, su imaginación. No hay que olvidar que Pitol admira en Henry James la existencia de vacíos deliberados para dar espacio (y oportunidad) al lector no conformista de secundarlo en la invención del relato. (Nótese, de paso, que el escritor le tiene tirria al conformismo). Sin embargo, una vez dejada la puerta abierta a la invención del que lee, el propio narrador azuza a descifrar al culpable según las pistas sembradas en la novela, cuando advierte que la crónica de 1942, una vez escrita por Del Solar, (¿y qué es El desfile del amor, sino la microhistoria de ese año?) se explicará gracias a la selección de los acontecimientos y el modo de agruparlos. Con sólo eso “podría saberse qué había ocurrido, quién había ordenado esas muertes y por qué motivo”. A estas alturas, el lector, ya ganado por la novela, puestas a un lado sus pretensiones de intelectual, vive sólo atento al suspenso de armar este rompecabezas.

 

La estrategia del punto de vista

Las pesquisas de Del Solar conducen, de modo natural y al parecer poco artificioso, a que varios personajes rememoren las circunstancias que rodearon al crimen. Los protagonistas refieren los sucesos, y presentan al resto del estrafalario elenco, con la deformación que les presta su óptica personal. Cada uno, “como en los dramas de Pirandello o en Rashomon”, tiene su versión de los hechos, apunta Derny Goenaga, uno de los protagonistas, con el fin de lucir sus lecturas, y que nosotros ampliamos enseguida con la misma intención. En resumen, nada nuevo desde Faulkner, y antes de Faulkner desde Henry James, y antes de Henry James desde Emily Brönte y mucho antes de todos ellos desde Fernando de Rojas o quien haya sido el autor de La Celestina. Sin embargo, aquí el punto de vista, tan caro al cubismo y evocado en este párrafo en genealogía afín a Pitol, parece cortado realmente a la medida. Al modo de la investigación detectivesca, de la que la novela se asume como parodia, nos vamos enterando de modo fragmentario de la trama -de ahí los cabos sueltos- conforme pueden o, lo que es más importante, les da la gana a las diversas y estridentes voces narradoras.

Al acertijo inicial, que es la indagación de un crimen, se suma, entonces, la forma de relatarla: un coro (francamente cómico) de los diversos puntos de vista. Para el narrador, Delfina “gozaba fama de inteligente, de cultivada, de generosa. Tenía, además, el número requerido de detractores, quienes, sin suponerlo, contribuían a consolidar su prestigio”. En cambio, para uno de los personajes, “si Delfina representa algo es sólo a sí misma, a sus innumerables mezquindades, su ansia de poder, su rapacidad sin límites”. Una vecina le atribuye un amante más joven que su propio hijo; una amiga, la considera de hierro. De esta manera, los personajes, más que con el trazo omnisciente y unilateral del narrador, son dibujados desde diversas perspectivas sin que ninguno de esos esbozos signifique la última palabra. Los mil ojos de Argos miran más que uno solo, dicen los estrategas del punto de vista.

 

La radiografía espiritual

Además de fragmentar la acción y permitir las omisiones que justifica el recuerdo, la estrategia literaria del punto de vista cumple otra función fundamental: Al describir a los demás, los personajes, en espejo que los sorprende descuidados, se reflejan a sí mismos. El pez por la boca muere. Intransferible como es el punto de vista, los grotescos personajes tienen tics espirituales que los hermanan. Se otorgan, sin excepción, el papel protagónico; todos, por más modestos que se finjan, acaban por ser los héroes de su historia. Y este egocentrismo, que raya más en la mezquindad que en el delirio de grandeza, los iguala entre sí a despecho de sus singularidades, y los asemeja, como ya lo había sospechado el malicioso Freud, con cada uno de nosotros. La ridícula confianza en la infalibilidad de sus juicios, sus ínfulas, sus rabietas, sus caprichos, su preocupación por fruslerías, sus rachas de ira, sus motivos más bien roñosos son igualitos a los nuestros. La risa, si usted quiere risa nerviosa, proviene de que uno se identifica, muy en el fondo de sí mismo, (aunque no lo admitiría ante las visitas) con esos desmesurados necios. Es fácil burlarse de los otros, pero requiere valor mofarse de uno mismo. Los fantoches, y éste es otro rasgo que suma ambigüedad a la novela, resultan seres humanos. Y lo son, precisamente, por lo que compartimos con ellos: por su debilidad, por su vanidad, por su trivialidad.

De repente, un esporádico gesto de franqueza, o, lo que es más frecuente, un descuido, además de hacernos sonreír, nos dejan atisbar lo que hay detrás de la máscara tan cuidadosamente acicalada para la imagen pública. Al desnudo, en su radiografía espiritual, los personajes aparecen, de modo ambivalente, tan desamparados como risibles. Se ven, pues, hay que reiterarlo, como cualquiera de nosotros: ahogados en cualquier vaso de agua. Despojados del maquillaje, -ese disfraz que exige como boleto de entrada la vida civilizada- se desvanece la ilusión óptica de las apariencias y las más de las veces se asoma, en el mejor de los casos, la mezquindad y, en el peor, el “sepulcro blanqueado”, metáfora bíblica que es un ritornello en la obra de Quevedo y en la de Sergio Pitol. Estas bambalinas psicológicas, ideadas por el escritor, revelan con agudeza la intimidad de los protagonistas y le dan una zancadilla al retrato psicol+ogico de las novelas tradicionales.

Si el único pecado de los protagonistas fuera el egocentrismo, santo y bueno; pero la semejanza de los seres de ficción entre sí no para en el ego mayor. Comparten la que Bajtín llama (me temo que con toda justicia) la segunda naturaleza humana: la ridiculez. De hecho, uno lleva de la mano al otro, el egocentrismo desemboca en lo grotesco. Este magnificar la propia importancia, que padecen en mayor o menor medida todos los personajes El desfile del amor, es tanto como desplegar tapete rojo a la estulticia. Asoma con esto, ya de bulto, la visión del mundo de Pitol: la vida es, cuando no absurda, ridícula.

(Fragmento de un libro en preparación)