BERNARDO GONZÁLEZ SOLANO
El terrorismo, siempre el terrorismo. El talón de Aquiles del siglo XXI se vislumbró desde el 11 de septiembre de 2001, en los imborrables ataques terroristas en Nueva York y en Washington, cuando la gran potencia sintió en carne propia el dolor y la impotencia de sufrir un ataque de este tipo como cualquier otro país del planeta. No se equivocaron los que dijeron que aquel día cuando la Big Apple y todo el país, se vistieron de luto, acompañado de la mayoría de naciones de la Tierra, cambió la historia. Aunque desde antes de aquel “septiembre negro” se avizoraban tiempos turbulentos, lo cierto es que al caer las torres gemelas neoyorquinas terminó un largo periodo de la civilización occidental y surgieron conflictos que estaban “dormidos” aparentemente pero que al paso de los días de la novísima centuria saltaron como malévolos saltamontes sanguinarios. Planteando, como escribió el célebre Winston Churchill: “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.
Por muchos rincones surgen inquietantes avisos. Razón tiene John Carlin al pronosticar: “Si hay un lugar del mundo en el que existe el potencial para que las fuerzas armadas de Occidente se involucren en una nueva guerra –y donde para muchos de sus habitantes la guerra ya es una atroz realidad– ese lugar es Oriente Medio”. Y anticipa: “La única solución imaginable sería una negociación entre todas las partes, ISIS (el mal llamado “Estado Islámico”, o DAESH) incluido. Curiosamente, son expertos militares, no políticos, los que proponen esta eventual salida. Hoy parece imposible. Lo único que queda claro es que reina la muerte, el terror y el caos, con el peligro de que todo vaya a peor”.
El conflicto bélico en el Oriente Medio no se reduce, como muchos creen, al enfrentamiento entre israelíes y palestinos. El problema abarca prácticamente a todos los países de la zona y a los líderes mundiales que todavía tratan de controlar la política internacional desde el seno del Consejo de Seguridad de la ONU.
Hoy por hoy, el centro de atención es Turquía. A 21 días de las elecciones generales anticipadas del 1 de noviembre próximo, Turquía se vistió de luto. Entierra a las víctimas del atentado terrorista perpetrado el sábado 10 de octubre en Ankara, el más sangriento de su historia: 97 muertos y centenares de heridos según un reporte oficial; 128 muertos y más de 500 heridos informan otras fuentes, incluyendo una asociación médica.
El atentado tiene lugar en una región que se enfila al caos. Turquía, como miembro clave de la OTAN, el país todavía dirigido –desde 2003 como primer ministro y como presidente, desde el 28 de agosto de 2014 como presidente–por el polémico Recep Tayyip Erdogan (28 de febrero de 1954), con este acto repudiado por todo mundo, da otro paso más hacia la desestabilización. Mientras se aclara, o no, quién o quiénes son los responsables del acto (el estallido de dos bombas casi al mismo tiempo frente a la estación ferroviaria de Ankara), las autoridades señalan como principal sospechoso al Estado Islámico. Las primeras investigaciones indican que se trató de un doble atentado-suicida; cada kamikaze llevaba una bomba de TNT con miles de pequeñas canicas de acero. Cierta prensa pro oficialista señalan como culpables al proscrito partido kurdo PKK y a organizaciones iraníes; otros observadores hacen lo propio indicando a células del Estado Islámico, encargadas de incriminar a los kurdos (que combaten al EI en Siria) y de desestabilizar a Turquía. Hasta Vladimir Putin lo dice.
Como sea, el país turco retrocedió, en cuestión de segundos, muchos años de lucha democrática, o por lo menos de intentos por conseguirla. Ese propósito saltó por los aires, auténticamente, con dos explosiones mortíferas. El ambiente se enrarece absolutamente a tres semanas de las elecciones. Muy problemático. Está en juego el mantenimiento de un sistema de equilibrio de poderes frente a la imposición de un modelo hegemónico en favor del presidente Recep Tayyip Erdogan. En cinco meses, Turquía ha recaído en la pesadilla de sus viejos demonios: la guerra contra los rebeldes kurdos del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), el ahogo del crecimiento, la persecución de los medios de comunicación, y la reaparición de la “mafia del poder”, el llamado “estado profundo” (derin devlet), bajo la complicidad entre la policía, los servicios secretos y el hampa, una nebulosa compuesta por antiguos miembros de los servicios de seguridad y de espionaje y por sectores ultranacionalistas y de extrema derecha, que actuaría, según el líder del partido prokurdo HDP, el joven Selahattin Demirtas, como un “asesino en serie”.
El sangriento atentado terrorista, durante la celebración de una marcha sindical debidamente autorizada, resalta la inestabilidad a la que está expuesta Turquía. Violencia que procede de varios frentes. No solo por el conflicto permanente con el PKK y ahora con el EI. La historia ya es vieja
El Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), nació en 1978 con el propósito de reivindicar la creación de un Estado que acogiera a la población kurda repartida entre Turquía, Irak, Irán y Siria. Aproximadamente 40,000 personas han perdido la vida en casi tres décadas de conflicto entre esta agrupación y el gobierno turco. Las posibilidades de un acuerdo de paz saltaron por los aires después del atentado a finales de julio pasado en Saruç, una acción reivindicada por los yihadistas del Estado Islámico, en el que murieron 32 jóvenes. Los universitarios reunidos en esa población fronteriza con Siria y activistas de izquierda, trabajaban en una campaña para apoyar la reconstrucción de Kobane, ciudad hostigada por los radicales islamistas y de población mayoritariamente kurda.
La familia de Aylan Kurdi, el niño refugiado que murió ahogado y cuya fotografía, tirado en la playa o en brazos de un policía, le dio la vuelta al mundo, procedía de esa localidad.
La espiral de violencia se desencadenó inmediatamente. El PKK hizo justicia por su mano y comenzó a atacar a miembros de las fuerzas del orden sospechosos de vínculos con los yihadistas. Asimismo, el presidente Erdogan también fue foco de críticas de la oposición. Entonces y ahora, un día después del atentado frente a la estación ferroviaria del tren de alta velocidad. Muchos cuestionaron el papel de Recep Tayyip en la lucha contra los yihadistas y le acusaron de haber permitido su presencia en el país, además de cruzarlo. Entonces, el gobierno turco rompió las negociaciones con el PKK e inició una campaña de lucha contra el terrorismo en la que también incluyó al EI.
El ataque del sábado 10 de octubre en Ankara tiene parecido con el que tuvo lugar en Suruç. En este caso, la manifestación había sido convocada por militantes de sindicatos izquierdistas DISK y KESK, además del Colegio de Ingenieros y del Colegio de Médicos. El hecho es que la matanza causada por los atacantes suicidas agrava el clima de inestabilidad que sufre Turquía. Sin descartar la posibilidad de alargar el sultanato de Erdogan.
El efecto que este atentado puede tener en las elecciones legislativas del próximo 1 de noviembre centra los cálculos — y las acusaciones mutuas– de los partidos políticos turcos. Sin poder formar gobierno tras los comicios celebrados en junio último, Erdogan y su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) buscan una nueva oportunidad para aumentar su mayoría en el parlamento. El discutido mandatario necesita la mayoría calificada para poder modificar la Constitución y dotar al país de un sistema más presidencialista.
A su vez, el prokurdo Partido Democrático de los Pueblos (HDP) culpa al gobierno de “bajar la guardia” intencionadamente para permitir atentados como el de Ankara, el más mortífero de su historia, o el ocurrido en julio en Suruç, donde murieron 33 personas. El de hace tres meses fue reivindicado por el Estado Islámico y el del sábado 10, parece tener la misma firma. Los dos actos terroristas se dieron en contra de manifestaciones en las que tomaban parte entidades kurdas.
Aunque una conexión entre el gobierno y el EI se puede descartar de antemano, los enemigos de Erdogan consideran que éste trata de rentabilizar electoralmente la violencia desatada desde hace tres meses. Desde entonces las fuerzas de seguridad turcas y el I legalizado PKK se han enzarzado en varios ataques, rompiendo el alto el fuego que habían observado durante dos años. No obstante, el mismo 10 de octubre, ese partido anunció que “respetará un alto el fuego unilateral” hasta el día de las elecciones en el país, el domingo 1 de noviembre. El comunicado precisa que “suspenderán las acciones previstas” y “evitarán todo movimiento, salvo en defensa propia”, para refutar así las acusaciones del gobierno turco, según el que la guerrilla pone en peligro la seguridad de los votantes.
En fin, aunque desde junio el electorado turco apenas se ha movido, las encuestas han dado un ligero aumento al HDP. En un sondeo de finales de agosto, mientras el partido de Erdogan solo subía un escaño, de 258 a 259 (de un total de 550 parlamentarios), el HDP lo hacía en cuatro, pasando de 80 a 84 escaños, erigiéndose en las terceras fuerza política (por descenso de los nacionalistas del MHP).
Y, por supuesto, el primer ministro turco, Ahmet Davutoglu, incondicional de Erdogan, negó, rotundamente, que él gobierno fomente un clima de violencia. Especialmente contra el HDP. En tanto, el terrorismo en Turquía, tiene la palabra. VALE.
