Balthus (1908-2001)
Roberto García Bonilla
Balthus, cuyo nombre completo fue Balthasar Klossowski de Rola (1908-2001), personifica en su pintura una estética del sosiego a partir de la sencillez llevada al decantamiento que se consuma con trazos figurativos por completo realistas, escenas domésticas, púberes con miradas del extravío a la fijeza obnubilada.
Nos referimos a Balthus —hijo de Erich Klossowski y Baladine Klossowska; su hermano mayor fue el filósofo Pierre Klossowski, transgresivo, discípulo de André Gide; una de su obras más conocidas es Sade, mi vecino (1947).
Balthus fue devoto de Henri Michaux y Artaud, cuyo descubrimiento, en definitiva, lo marcó. Se relacionó con los creadores más representativos que transformaron las artes plásticas y la literatura. Descendiente de una familia aristócrata polaca que departía con personajes como Maurice Denis —integrante del simbolismo y Les Nabis, algunas de sus teorizaciones fueron el germen del fauvismo, el cubismo y el arte abstracto—; Pierre Bonnard —quien encabezó lo Nabis, influenciados por Gauguin—, anuncia la abstracción, encarnada por figuras como Stravinski y, sobre todo, Pablo Picasso. Se relacionó con los surrealistas, y en opinión de su amigo, el abogado y escritor Paul Lombard, lo más relevante no fue la adhesión sino su alejamiento: “haciendo de la gracia el espejo de impudor, brinda a lo cotidiano su luz recompuesta, sus colores de tierra y piel […] Balthus no es un escenógrafo, sino un artesano que sangra el silencio, un poeta que subvierte las conveniencias”, anotó en la introducción de las Memorias de Balthus (2014), que el artista habría querido que se publicaran antes de su muerte; las dictó a Alain Vircondelet, quien reprodujo con rigor y fidelidad las palabras del amante de los gatos, cuyo misterio, desafío y puerilidad adquieren rasgos inusitados en los rostros, los pliegues de las prendas y las comisuras de las niñas en plena metamorfosis, provocada por la incipiente testosterona.
Balthus murió el mismo mes en que nació: el primero y último alientos rodeados de nieve; de París al pueblo de Rossinière en Suiza que habitó desde 1977 en un antiguo castillo adonde llegaron a pernoctar Víctor Hugo, Goethe y Voltaire. La magnitud de sus exequias no residió en los honores ampulosos; la grandeza del artista arropó su muerte, un carricoche de labradores llevó hasta la sepultura el ataúd que fue envuelto por racimos de rosas. La calma visible en el rostro hierático del artista permeó también el funeral, subrayado por stars mediáticos como Bono.
A la luz de la juventud de los recuerdos
Para Vircondelet, las palabras de Balthus plasmadas en papel hay que escucharlas y leerlas como su testamento; las pronunció al final del camino: “fueron murmuradas en la precariedad del suspiro que se iba apagando poco a poco”; con todo, prevaleció “la juventud de los recuerdos”, con vigorosa precisión. A lo largo de dos años Vircondelet conversó con Balthus, y magistralmente recuperó la voz y encausó temas entre vaho del hielo derramado. Ésta es la narración de una vocación; su proceso creador, la convivencia con las leyendas de su tiempo sin endeudar su soledad tan preciada y amada como su esposa Setsuko Ideta a quien conoció en una visita a Japón (1962), enviado por Malraux; ella era una estudiante proveniente de una ilustre familia de samuráis. La invitó a Italia y se casaron en 1967.
Balthus cuenta en breves trazos, épocas y recuerdos: la galería de creadores que conoció y reconoció, por ejemplo Giacometti, René Char —“héroe y amigo íntimo”— y Rilke, irrepetibles en sus actos y en su obras (…Y si un ángel me llevara / de pronto hacia el corazón perecería por su existencia / más poderosa. Pues la belleza no es sino / el principio de lo terrible que aún justamente soportamos). Y, claro, Braque y Picasso quien le confió: “Eres el único de los pintores de tu generación que me interesa. Los demás quieren ser como Picasso. Tú, no”. A Balthus le parecía que en la pintura de Chagall había algo de falso, y consideraba “decorativa” la obra de Gustave Moreau. No deja de lado la naturaleza, los Alpes. Describe su estudio: lugar de “la dura faena. El lugar del oficio. Es fundamental”; recuerda, también, y la infancia rodeada de pobreza extrema.
El silencio es una herramienta en el estudio, alrededor de la contemplación de los bastidores, poco a poco iluminados por un observador que retiene la luz y la plasma en las telas donde reprodujo y reinventó la memoria de esos personajes con “gracia esquiva”, los gatos, seres fundamentales en su biografía. Balthus sería llamado ‘el niño de los gatos’; a los seis años pintó la historia de su gato Mitsou, que una y otra vez desaparecía y reaparecía, hasta que un día ya no regresó a casa. El pinto perduró esa amistad. Era la génesis del arte: dibujó las distintas etapas de su vida con el gato en sitios de reunión del hogar compartido. Rilke escribió un texto para esa reunión de dibujos y se publicaron en 1920. Balthus llegó a tener 30 gatos en los años cincuenta, plácidamente conviviendo con la música de Mozart que, en su opinión, “cuenta toda la historia de los hombres, su intimidad y su grandeza […] un arte tan poderoso que ni siquiera se nota y presenta con toda su desnudez el canto lírico del mundo […] Mozart tocó un fondo universal, gigantesco. Modestamente, yo también he aspirado a sacar agua de ese pozo, sin renunciar a mis convicciones”.
Fue un autodidacta
Adoptó el oficio desde la niñez; hacía copias de grandes cuadros, sobre todo de Poussin “con escrupulosidad y tenacidad”. Se educó por sí mismo, nunca fue a una escuela; claro, se nutrió de la efervescencia de los “ismos” en la primera década del siglo XX, guiado por Bonnard. Desde muy joven supo que el color era materia misma de la pintura. El artista que reconocemos y que nos deslumbra con su sencillez pintaba a pausas, se consumó en “el arte de la lentitud”. Los cimientos están en el dominio del dibujo: “una escuela estupenda de verdad y exigencia. Es lo que más te acerca la naturaleza”; se conjugó con la disciplina que el creador desarrolló en las “variaciones sobre las caras, las posturas de mis niñas soñando, porque se trata de volver a encontrar, con la caricia del dibujo, esa gracia de la infancia que se esfuma tan pronto y de la que guarda para siempre el recuerdo insondable”; retener esa dulzura, hacer que la mina de plomo recupere en la hoja de papel el óvalo todavía nuevo de un rostro, esa forma semejante al rostro de los ángeles”. Ahora, sobre todo, los caballetes de Balthus están propensos a moralizarse e ideologizarse, aunque él confesó: “Siempre he tenido una complicidad natural, ingenua con las niñas […] Lo que estaba en juego durante las largas sesiones de las modelos eran apuestas del alma, pues ante todo se trataba de que saliera el alma, la dulzura del alma, la inocencia del espíritu, lo que aún no se había alcanzado, que venía del principio de los tiempos y había que mantener a toda costa”.
Estas memorias son un híbrido entre la ponderación sobre el dibujo y la pintura, la evocación de instantes del siglo XX, la sentencia aforística sobre la música, la pintura, la existencia, el silencio y la naturaleza, divididas magistralmente por Vircondelet en 107 viñetas conversadas, desde dibujos apenas con unos trazos hasta breves murales en coloridas texturas difuminadas como las gotas de agua se tornan vapor suspendido.
Balthus, Memorias, Barcelona, Debolsillo, 2014.