¿Galimatías?
Humberto Musacchio
La primera sala de la Corte ejerció la facultad de atracción y dispuso que los tribunales colegiados no resuelvan cinco demandas de estudiantes que piden que se respete su derecho a la gratuidad de la enseñanza. Se trata de alumnos de la venerable Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, la Nicolaíta o Nicolaita, como gustan llamarle los michoacanos.
Sorprende que la Corte considere que es un asunto a discusión, pese a que la fracción IV del artículo tercero constitucional establece sin lugar a interpretación que “toda la educación que el Estado imparta será gratuita”. Para el buen lector está muy claro lo que significa el enunciado anterior, pero una y otra vez se ha intentado convencer a los mexicanos de que la Constitución no dice lo que dice, o que aquello que dice no puede interpretarse como lo que dice. ¿Galimatías? Sí, pero ni eso puede echar abajo lo que dispone la letra de la Carta Magna.
Para confundir, en apoyo de quienes pretenden imponer cuotas en las universidades, se cita el primer párrafo del artículo tercero constitucional: “El Estado —federación, estados, Distrito Federal y municipios— impartirá educación preescolar, primaria y secundaria. La educación preescolar, primaria y la secundaria conforman la educación básica obligatoria”.
De ahí, los apóstoles de las cuotas —“los cobrones”, les dicen— se agarran para negar que la educación preparatoria y profesional de carácter público deba ser gratuita.
Lo que establece el primer párrafo del artículo tercero es la obligación del Estado de impartir educación básica, pero si ofrece educación de otro tipo o nivel, también debe ser gratuita, porque así está en nuestra Ley de Leyes.
Otro argumento es que si las universidades son autónomas, entonces son ellas, no el Estado, las que establecen la educación que han de ofrecer, las modalidades que ésta adopte y lo que deban pagar por sus servicios los usuarios (clientes, les llamaba un asesor de Vicente Fox). Por supuesto se trata de un tonto sofisma, pues las universidades, autónomas o no, como todo centro de enseñanza pública, forman parte del Estado, de ese orden general dentro del cual transcurre la vida de la república.
De interpretaciones tramposas se colgaron los gobiernos de Calles hasta Cárdenas para abandonar la Universidad a sus propias fuerzas. Es cierto que la UNAM era un reducto de la derecha y la ultraderecha, una cueva de porfiristas y huertistas, sí, pero ni siquiera por eso había dejado de pertenecer a la esfera estatal. Tan es así que, a regañadientes, Lázaro Cárdenas le entregó a la institución diez millones de pesos, por una sola vez, para que encarrilara sus finanzas. Pero aquello fue una especie de favor, de gracia.
Fue con la expedición de la vigente Ley Orgánica cuando se tuvo que reconocer sin rodeos el carácter estatal de la UNAM y se hizo efectiva la obligación constitucional que tiene el Estado para dotarla en todo tiempo de recursos suficientes. Pero en estos años, cuando el grupo gobernante supone que todo debe ser privado, la disposición de la Corte para discutir lo indiscutible puede llevar a una aberrante negación de lo dispuesto por la muy Constitución de 1917, que andrajosa y todo, sigue siendo nuestra ley Fundamental. Convendría no ignorarlo.