Lo que une e identifica
Mireille Roccatti
La singularidad del mexicano es tal que pocas cosas lo unen e identifican, por ello quizás la profusión de textos que buscan explicar el cómo es o somos los mexicanos es tal vez Samuel Ramos en su obra Perfil del hombre y la cultura en México y luego Octavio Paz con su El laberinto de la soledad, quienes más se acercan a describirlo, y aun ahora encontrar sin discrepancias, símbolos, objetos o ideas de identidad nacional, es difícil. Tan lo es que ideológicamente para plantear la unión nacional hubo de reducirse a un signo básico: la “unidad en lo esencial”.
El culto religioso a la Virgen de Guadalupe es uno de los grandes puntos de encuentro de la identidad nacional, casi indiscutiblemente aceptado y celebrado por la inmensa mayoría de los mexicanos. El 12 de diciembre de cada año, la celebración religiosa se vuelve un acto popular con tradiciones y costumbres centenarias de sincretismo. El fervor religioso se vuelca en la Basílica de Guadalupe, con la asistencia de centenares de miles de creyentes que acuden durante todo el año a dar gracias, a pedir un milagro o simplemente a rezarle a la virgen.
México, sí, nuestro México, inmerso en el vertiginoso cambio tecnológico de la globalidad, atestigua peregrinaciones a pie, en bicicleta a caballo, que todos los rincones del territorio patrio convergen en un acto de fe, con danzas prehispánicas propio de la Edad Media, teniendo en cuenta que para algunos esa era finalizó en 1492, el año del descubrimiento de América, la conquista de México-Tenochtitlan acaeció en 1521 y el inicio de la veneración de la Virgen de Guadalupe comenzó tan solo una década después en 1531.
Es preciso recordar que este culto mariano es producto de la evangelización mediante la implantación de la cultura y religión judeo-cristiana-occidental que nos trajeron los conquistadores hispanos, quienes superpusieron encima de los templos y cultos religiosos de los vencidos sus templos y cultos cristianos, como es el caso del templo Mayor de los Aztecas en Tenochtitlán, sobre el cual se construyó la Catedral Metropolitana de México, y en el cerro del Tepeyac que era el lugar donde peregrinaban los pueblos prehispánicos, incluso desde Centroamérica a rendir culto a Tonantzin, la diosa de la tierra y la fertilidad de los nahuas.
Se erigió para adorar a la virgen cristiana primero una ermita en 1535, luego una iglesia un poco mayor y posteriormente en 1702 el antiguo templo que todavía es posible admirar. Hoy a un costado se yergue majestuosa la actual Basílica de Guadalupe, prodigio arquitectónico del último tercio del pasado siglo.
La tradición histórica-religiosa es de todos conocida, pero conviene rememorar. La virgen se apareció en el cerro del Tepeyac, hasta en cuatro ocasiones a Juan Diego a quien pidió buscar al obispo Zumárraga para que le construyera un templo. En virtudde que éste no le creyera, hizo brotar hermosas rosas, las cuales llevó en su tilma Juan Diego y al entregarlas al obispo, en la tilma apareció impresa la imagen de la Virgen de Guadalupe, misma que hoy y desde entonces se venera con gran devoción por los mexicanos.
Esta creencia religiosa, que tiene un gran componente de tradición popular de nuestro pueblo, debe entenderse y respetarse como un acto de fe, y no banalizarlo con explicaciones supuestamente racionales. El caso es que hoy Juan Diego ha sido primero beatificado y luego canonizado, y la adoración de la Virgen de Guadalupe constituye un símbolo de unidad nacional para todos los mexicanos, por encima de banderas políticas o condición social.
¡Que viva el culto a la Virgen de Guadalupe!