Ante la amenaza de los libros electrónicos
A mis amigos correctores y editores.
El editor ha sido tradicionalmente el personaje más importante como mediador entre el autor y los lectores.
A pesar de que forma parte de una industria, un editor con mínima conciencia histórica y de las implicaciones del libro, buscará algo más que ganancias monetarias. Lo cierto es que ahora la figura del editor vive un franco menosprecio que puede llegar a la marginación; su lugar ha sido ocupado por administradores de empresas, desarrolladores de marketing y, en el mejor de los casos, diseñadores que deciden contenidos, estructuras, formatos, extensiones, sin haber leído los textos, y en ocasiones no saben más después del título, autor, género o disciplina.
Soñar y luchar
La imagen del editor nunca ha alcanzado la fortaleza que poseen, por ejemplo, las figuras del médico, abogado, ingeniero o historiador. El conocimiento, el compromiso y la devoción por los libros están ausentes.
Ante la presencia de los e-books —aunque los procesos digitales y sus soportes, entre nosotros, están lejos de la consolidación— se habla del relevo del libro impreso, incluso aduciendo razones y de tiempo: entre estos nuevos editores no son pocos cuya ignorancia les hace creer que los libros digitales se producen más rápidamente y a un costo menor que los impresos.
En La marca del editor, Roberto Calasso (Florencia, 30 de mayo de 1941) nos reconcilia con la figura del editor, su permanencia y sus funciones. Calasso nos hace añorar e insta a luchar —a quienes formamos parte de algunos de los pasajes del proceso editorial— a recuperar y dignificar la figura tradicional del editor como guía y colega del escritor, a quien propone, sugiere e incluso reorienta el trabajo punto de comprometerse en la conformación del libro, ya como un producto que es un objeto de consumo que no deja mantener su valor simbólico en la cultura contemporánea, a pesar de la irrupción del libro electrónico y la sofisticación de los medios tecnológicos existentes en Internet.
La producción escrita de los saberes de la humanidad se alberga y reposa en los libros y éstos son concebidos a lo largo de un proceso, desde su tamaño hasta su portada por un editor, que una vez concluido el trabajo escritural, creará a partir de ese contenido un producto (que en una de sus múltiples formas y objetivos puede concebirse como libro-objeto artístico) hasta llegar a su apariencia, la portada, “la piel de ese cuerpo que es el libro”, precisa Calasso, editor desde hace medio siglo en Adelphi, una de las editoriales más representativas de Europa, fundada en 1962 por Luciano Foà y Roberto Olivetti. En 1971, Calasso fue nombrado su director y desde 1999 es su presidente. Su abuelo fue fundador de La Nuova Italia, especializada en títulos históricos y filosóficos.
El pobre y devaluado corrector
En el proceso editorial, la figura del corrector es todavía más devaluada, por no decir despreciada, que la del propio editor (sólo hay que comparar, por ejemplo, la remuneración de su trabajo en comparación a la de un diseñador).
Calasso rememora uno de los éxitos de Adelphi: publicar y popularizar la obra del austriaco Joseph Roth (1894-1939). “Si la prosa, el fraseo de Joseph Roth entraron con tanta facilidad en las venas de la lengua italiana fue también por el mérito no tanto de cada uno de sus numerosos traductores sino por el de su único corrector: Luciano Foà. Libro a libro, de La cripta de los capuchinos (1974) a Los cien días, Foà se reservaba cada año unas semanas en las que corregía a Roth. Parecía un cometido suyo, evidente e inalienable. El resultado era esa precisión en el detalle y esa pátina delicada que protegía el conjunto, sin las cuales no se pueden entender las peculiaridades de Roth”.
En Adelphi se publicaron por primera vez a autores como el belga Simenon (1903-1989) y Thomas Bernhard (1931-1989). La imagen de orden, racionalidad que priva en el ámbito editorial, donde asimismo se realiza un trabajo casi artesanal con aspiraciones estéticas, está muy lejos del ámbito, en rigor, laboral editorial cada vez más frecuente: jornadas extenuantes, entre increpaciones, explotación, rivalidades y pesadumbre, además de un subempleo (free-lance) indigno para genuinos profesionales que compiten con improvisados recién salidos de las universidades o especialistas sobre todo en los procesos de producción y no tanto en el trabajo minucioso, prístino que exige una cadena en la que se amalgaman experiencia y una propuesta mínimamente básica de proyecto editorial, cuya mejor prueba es el catálogo de cada casa editora.
Ante este escenario, señala Calasso, “los libros parecen una remota provincia o un reino de opereta. ¿Qué cuentan treinta y dos millones de libros frente a los miles de millones de «páginas web muertas», en crecimiento exponencial? Son éstos los verdaderos muertos vivientes que nos rodean”.
Además de despojar de su unidad intrínseca a cada libro, Calasso se pregunta de qué tipo de cultura estamos hablando: “¡Y si ese libro hubiera querido, ante todo, destejerse de todo?”. ¡Claro!, agreguemos aquí, en esa aspiración se han cimentado las obras trascendentes que han perdurado y sobrevivido a los cambios y adversidades de la historia.
Pasión por leer
Calasso nos recuerda con optimismo que los libros han resistido diversas tormentas desde la invención de la imprenta gutenbergiana hacia 1440, y nos deja entrever que un editor, digno de llamarse así, posee ética y gran arrojo para atreverse a concebir un catálogo de libros únicos. “Libro único es aquel —dice— en el que rápidamente se reconoce que al autor le ha pasado algo y ese algo ha terminado por depositarse en un escrito”.
“La obra perfecta —agrega— es la que no deja huella […] No hay sacrificio sin residuo y el mundo entero es un residuo. Pero […] si el sacrificio hubiera conseguido no dejar ningún residuo los libros nunca habrían existido”.
La marca del editor nos trasmite la pasión por leer, discernir y comprender el mundo editorial respetable, más allá de la simulación que cada vez más presenciamos ahora en la palabra escrita impresa, y la extraviada de vitalidad efímera que navega en la Red.
Calasso nos cuenta, asimismo, sus encuentros con maestros de la edición como Giulio Einaudi, Luciano Foà, Roger Straus, Peter Suhrkamp, Vladimir Dimitrijevic.
La marca del editor continúa a Cien cartas a un desconocido (2007), una selección entre más de mil solapas que escribió entre 1965 y 2003 para Adelphi, donde evidencia que escribir sobre obras que se presentan para estimular su compra es todo un desafío: “El arte del elogio preciso no es menos difícil que el de la crítica inclemente”.
A pesar de su devoción y consagración a los libros y de la dignificación de la figura del editor, Calasso es realista; la labor del editor es cada más difícil, debido “a la muchedumbre de lo que a cada instante se presenta como disponible y entorpece el campo visual. El editor sabe que si el mismo desapareciera de ese campo no serían muchos los que se darían cuenta”.
Roberto Calasso, La marca
del editor, Barcelona, Anagrama, 2015.

