Inflación y desempleo, en el futuro inmediato

Podría pensarse que las declaraciones de altos funcionarios, en especial del secretario de Hacienda, Luis Videgaray, en el sentido de que la economía mexicana está a salvo de la crisis y que nos esperan años de crecimiento sostenido, sólo obedecerían a un exceso de optimismo y a la voluntad de convencer a los mexicanos y a los inversionistas extranjeros de que las políticas aplicadas son las más convenientes. Aunque no puede negarse que, en efecto, el discurso oficial tiene ese objetivo, lo cierto es que tales declaraciones no sólo ocultan la verdadera realidad de la economía mexicana, sino que denotan la elección de fondo que explica el diseño y la aplicación de las mal llamadas reformas estructurales y de las políticas económicas de los últimos años.

A partir de la reorientación de la economía mexicana hacia el exterior y del conjunto de políticas neoliberales, los sucesivos gobiernos han optado por colocar la inversión extranjera como el eje rector de la economía. Esa elección tiene numerosas implicaciones, no sólo en el terreno económico, sino también en el ámbito político y en el social. Desde el punto de vista económico, hay que señalar que, si fuera cierto que la inversión extranjera dinamizaría nuestra economía, los sucesivos gobiernos habrían sido exitosos, porque en las últimas décadas el capital extranjero ha venido a manos llenas a nuestro país. En estos días, Peña Nieto señaló que en la actual administración han ingresado 100 mil millones de dólares.

Lo malo es que esa cuantiosa inversión extranjera no determina que haya un crecimiento sostenido de la economía, ni tampoco crea el número de empleos que el país necesita, ni ha hecho crecer el mercado interno, ni tampoco nos ha librado de las devaluaciones y la recesión. La verdad es que la inversión extranjera nunca ha cumplido con esas tareas, por la simple y sencilla razón de que lo que buscan las transnacionales, como cualquier capitalista, es obtener ganancias a partir de su inversión. Esto es, recuperar lo invertido más una cantidad extra que aumente su caudal. De modo que, a la larga, cada dólar que ingresa por cuenta de la inversión extranjera termina por salir hacia su casa matriz, sólo que ampliado a 1.20 o 1.40 o hasta 2 dólares, de acuerdo con la eficacia de cada transnacional. O sea que, en última instancia, lo que provoca la inversión extranjera es una descapitalización de nuestra economía.

En el terreno del empleo, la inversión extranjera no ha sido capaz, a lo largo de décadas, como lo demuestran las estadísticas, de crear las plazas que necesitaría la sociedad mexicana, pues la mayor parte del empleo en el país corre a cuenta de las pequeñas y medianas empresas mexicanas. Tiene, al contrario, un efecto perverso sobre las condiciones de trabajo, pues el principal factor, si no es que el único, para atraer a la inversión extranjera es la baratura de la fuerza de trabajo, de modo que en los últimos años, a través de los topes salariales, de la reforma laboral y de las políticas neoliberales en materia de seguridad social y pensiones, lo que hemos vivido es una precarización del empleo, que no tiene precedentes en el país.

Naturalmente, esa precarización no sólo ha determinado una ampliación extraordinaria de la brecha de la desigualdad, sino también ha significado un estrechamiento del mercado interno, que le impide funcionar como dinamizador de la economía y, por lo tanto, aumenta la vulnerabilidad frente a las etapas de recesión o lento crecimiento de la economía de Estados Unidos.

En estos últimos meses, además de la elección de fondo por convertir la inversión extranjera en el eje rector de nuestra economía, se ha optado por políticas de corto plazo que conducen, ineludiblemente, a la recesión. Frente a la caída del precio del petróleo, cuyas ventas servían para financiar hasta el 39 por ciento del gasto público, el gobierno ha optado por paralizar la economía. Pues no otro resultado puede esperarse de los recortes presupuestales. Además, como ya he comentado en estas páginas, la decisión de que a Pemex se le aplique una disminución de su presupuesto de 100 mil millones de pesos, que se suman a los 70 mil millones decretados anteriormente, pone de manifiesto la voluntad de quebrar la empresa, para justificar la entrada de la inversión privada (en gran parte extranjera) al interior mismo de Pemex, o dicho de otra manera: para justificar la privatización de la empresa que, como paraestatal, ha sido el puntal más importante del crecimiento económico de México.

Por supuesto que toda elección supone rechazar las otras vías alternativas para enfrentar la crisis. En este caso, a lo que no se quiso recurrir es a la vía fiscal para obtener el financiamiento del gasto público, no digamos al alza de impuestos, ni siquiera al combate a la evasión fiscal que realizan las grandes empresas, nacionales y extranjeras, y ni siquiera a la eliminación de las devoluciones por miles de millones de pesos de que gozan los grandes consorcios que operan en el país.

La vía elegida de los recortes presupuestales conducen a la recesión. Hay que recordar que el INEGI ya reconoció oficialmente que se ha entrado en esa etapa, y ya se sabe que la recesión significa desempleo y como el otro problema es la macrodevaluación que ha sufrido el peso, puede esperarse que el desempleo se combine con un aumento de la inflación.