En América Latina
A partir de la elección de Francisco al trono pontificio, la Iglesia católica ha venido siendo objeto de una profunda transformación, que rebasa lo meramente cosmético y toca asuntos que impactan de manera directa en la vida de las personas. Jorge Mario Bergoglio ha mostrado particular predilección por una pastoral que busca atender las necesidades de todos, pero en especial las de quienes menos tienen y viven en condiciones de marginación y pobreza extrema. Si bien es cierto que la Iglesia no hace diferencias porque todos sus fieles tienen derecho a ser parte de la comunidad eclesial, su vocación de servicio la conduce de manera natural a optar de manera preferente por los pobres, y con ello, a abanderar las causas de grupos o personas que luchan por la justicia y comparten la meta de mejorar sus condiciones de vida.
Esta opción preferencial por los menos favorecidos es notable en América Latina, donde las carencias de muchos contrastan con la grosera opulencia de cada vez más pocos. Desde el siglo XVI, la región ha sido testigo de procesos sociales muy complejos en todos los ámbitos y por diferentes causas.
Rezagos ancestrales y un inacabado proceso de colonialismo interno, a diario alertan sobre riesgos de inestabilidad social y ofrecen terreno fértil para el desarrollo de la delincuencia organizada y el deterioro del tejido social.
En este escenario, distintos sectores de la Iglesia católica, en especial los que trabajan con indígenas y en zonas marginadas, se han visto en la necesidad de ajustar su discurso y apostolado a las condiciones en terreno, de tal suerte que su mensaje sea atractivo, incluyente y efectivo.
Estas diferentes formas de aproximación a la gente por parte de la Iglesia en América Latina existen desde el primer momento en que los europeos arribaron al Nuevo Mundo, hace ya más de cinco siglos. Los nombres de religiosos que se dieron a la tarea de preservar el legado de los pueblos prehispánicos y que abogaron por los derechos de los naturales son numerosos.
Tan sólo a manera de ejemplo, en el caso de México vienen a la memoria los de Luis de Valencia, Bernardino de Sahagún, Jerónimo de Mendieta, Vasco de Quiroga, Andrés de Olmos, Diego Durán, Alonso de la Veracruz, Bartolomé de las Casas y tantos más que, de manera casi siempre anónima, tuvieron una misma vocación de servicio social y de compromiso con la justicia. No es por ello casual que la gesta libertaria haya tenido en dos curas, Miguel Hidalgo y José María Morelos, a sus más destacados promotores.
En el siglo XX, las cosas no fueron muy distintas en el subcontinente. La guerra revolucionaria en Cuba y Centroamérica, la marginación de los indígenas amazónicos y andinos, así como el trabajo con comunidades eclesiales de base en diversas regiones, se tradujeron en formas novedosas de inculturación del Evangelio, comúnmente conocidas como “teología de la liberación”, aún y cuando dicho concepto no necesariamente sea el adecuado para definir estas diferentes modalidades de trabajo pastoral.
En cualquier caso, durante la Guerra Fría los sectores conservadores de la jerarquía romana, de la mano con la oligarquía de los países latinoamericanos, identificaron en dicho concepto un recurso útil para desacreditar lo que, en su opinión, era una deformación de las enseñanzas de la Iglesia, que al ideologizar las Sagradas Escrituras estimulaba la radicalización política y el desarrollo de la izquierda armada revolucionaria.
El peruano Gustavo Gutiérrez, los brasileños Hugo Asmann y Helder Cámara, el mexicano Sergio Méndez Arceo, el colombiano Camilo Torres y en Nicaragua Miguel D´Escoto y los hermanos Ernesto y Fernando Cardenal, son ejemplos sobresalientes de esa forma de teología ligada al marxismo, que fue impulsada en los años setenta del siglo pasado por los jesuitas españoles Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino, entre otros. Ahora bien, entrados en definiciones hay que ser cuidadosos ya que, no obstante sus similitudes, no todos los sacerdotes ligados a las causas populares han sido teólogos de la liberación, aun y cuando sus detractores insistan en ello.
Tal es el caso de dos religiosos polémicos, el salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, también conocido como “San Romero de América”, quien el 23 de mayo de 2015 fue beatificado por Francisco como reconocimiento a su condición de mártir por odio a la fe, y del mexicano Samuel Ruiz, exobispo de San Cristóbal de las Casas, cuya tumba fue visitada por el Papa en su reciente visita a México.
Paradojas de la vida, pero ni Romero ni Ruiz fueron teólogos de la liberación. El primero, en su condición de arzobispo de San Salvador, fue asesinado el 23 de mayo de 1980, un día después de que formulara un enérgico llamado a las fuerzas de seguridad de su país para que cesara la represión.
Monseñor Romero fue un sacerdote comprometido con la no violencia y que buscaba la reconciliación nacional. Su muerte propició que la guerra revolucionaria fuera ya incontenible en esa nación hermana, conocida como el “pulgarcito de América”. Por lo que hace al también desaparecido monseñor Samuel Ruiz, su comprometida labor con las comunidades eclesiales de base entre los indígenas de Los Altos de Chiapas se suma a lo que hoy se conoce como “teología indígena”, que no es otra cosa sino la recuperación de las creencias religiosas de los indígenas a fin de incorporarlas a las enseñanzas de la Iglesia católica.
En fin, en la Iglesia las cosas están cambiando para bien. Como dice el padre Federico Lombardi, director de la Sala de Prensa de la Santa Sede, todos hemos sufrido la imagen injusta de una Iglesia adusta y severa, del “no” más bien que del “sí”, alzada sobre preceptos negativos y fuera de tiempo.
Qué bueno por ello que, con Francisco al frente, Roma se esté reconciliando con esos sectores eclesiales progresistas, que trabajan para los pobres y, no obstante su lealtad y sacrificio, fueron marginados por los papas Wojtyla y Ratzinger. Enhorabuena también que Francisco sea latinoamericano, porque entiende la realidad de “Nuestra América” y está actuando en consecuencia.
Internacionalista.

