Corruptos, aquí y allá
Gustavo de Hoyos, presidente de la Coparmex, dijo ante el presidente de la república que “la opacidad, la corrupción y la impunidad” son tres de los mayores males “que aquejan nuestra convivencia social”, a lo que Enrique Peña Nieto respondió que “la corrupción no es un elementos privativo del ámbito público. Lo es también del ámbito privado y a veces van de la mano”.
Indudablemente, el líder empresarial y el jefe del Poder Ejecutivo tienen razón. Tanto peca el que mata la vaca como el que detiene la pata. En este país la corrupción tiene larga historia, pues por lo menos se remonta a la Colonia, tiempo en que se conocía el llamado “unto de México”, pues para arreglar cualquier asunto había que untar la mano del funcionario. Las corruptelas son toda una tradición, pero con los gobiernos priistas las cosas han llegado a extremos impensables.
En el siglo XIX hubo presidentes que dejaron el poder sin haberse hecho ricos. Eso cambió drásticamente con los gobiernos “de la Revolución”, en los que fuera de Adolfo de la Huerta, el cantante sonorense, no se sabe de otro mandatario que se haya ido a casa con los bolsillos vacíos. Ni siquiera su paisano Álvaro Obregón, quien desde que terminó su periodo presidencial, en 1924, hasta que volvió a la capital para hacer la campaña presidencial de 1928, vivió en La Quinta Chilla, no en la miseria, que eso significa la expresión, sino en su muy próspera hacienda, a la que puso el sugerente nombre.
Cual más cual menos, pero todos los expresidentes salieron como propietarios de inmuebles, socios de empresas prósperas, dueños de abundantes cuentas bancarias y otros bienes. Sí, cada presidente que termina su periodo pasa a formar parte del jet set, de la élite económica. Lo mismo sucede con los gobernadores, secretarios de Estado, líderes de las Cámaras de Diputados y Senadores, directores de paraestatales y otros altos funcionarios.
Del mismo modo, salvo excepción por conocer, las grandes fortunas de particulares se hicieron por complicidades con funcionarios públicos corruptos, por la protección pagada que brindó el Estado a los dueños de monopolios o por la habilidad para lavar, invertir y multiplicar las riquezas de funcionarios públicos.
En efecto, la corrupción pública y la privada marchan de la mano, son hermanas inseparables, pero quizá no lo serían si en el sector gubernamental no se exigiera mordida para avanzar en casi cualquier trámite. Los gobernantes honrados tienen más posibilidades de cambiar las cosas, de imponer la honestidad a sus subordinados y a los particulares.
Otra condición indispensable es contar con un Poder Judicial independiente y limpio, algo que no existe en México.
En suma, no hay condiciones para combatir la corrupción. Cada burócrata guarda la secreta esperanza de hacerse algún día de su casa blanca. Ése es el ejemplo que ha recibido y los de abajo tratan siempre de imitar a los de arriba. No habrá limpieza si todo sigue como hasta ahora.


