La preferencia por los pobres

 

El papa Francisco está generando un gran revuelo en el mundo occidental, no sólo porque es latinoamericano y jesuita sino porque, en términos objetivos, ha desplegado una actividad pastoral inédita, que busca la inculturación del Evangelio a través de mecanismos no tradicionales, por llamarlos de alguna manera, que centran su atención en la denuncia de la injusticia, en cualquiera de sus manifestaciones.

Con Jorge Bergoglio, la Iglesia católica parece retomar un camino socialmente comprometido, que va más allá de la beneficencia, para alcanzar su plena realización en el trabajo dirigido a los que menos tienen y a la búsqueda de opciones eficaces para fomentar la solidaridad y atemperar la notable disparidad que existe entre ricos y pobres en todo el planeta.

Enhorabuena que el Papa sea el principal interesado en fortalecer la Iglesia con iniciativas dirigidas a fomentar el bienestar espiritual y, en especial, material de los pueblos, iniciativas que en las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado incomodaron en diversas latitudes del subcontinente latinoamericano.

A la memoria viene, en ese sentido, el caso concreto de El Salvador, donde la denuncia de la pobreza y la injusticia costaron la vida a 16 sacerdotes y cinco religiosas, incluyendo entre ellos al arzobispo de ese país hermano, Óscar Arnulfo Romero, quien fue silenciado de un balazo el 24 de marzo de 1980, y al rector de la Universidad Centroamericana, Ignacio Ellacuría, muerto junto con un grupo de jesuitas el 16 de noviembre de 1989.

Precisamente porque la vida da muchas vueltas, el papa Francisco declaró beato a monseñor Romero el 23 de marzo del año pasado, en un gesto que reivindica a todos los religiosos que han perdido la vida en diferentes latitudes del mundo por ponerse del lado de los más vulnerables. Tal es el caso, entre otros muchos, del asesinato ocurrido el pasado 4 de marzo en Yemen, por razones de intolerancia religiosa, de cuatro monjas de la Orden de las Misioneras de la Caridad, y el día 21, en Congo, de un sacerdote asuncionista que desde hace algún tiempo venía denunciando las violaciones a los derechos humanos en algunos países de África central.

Francisco no se ha quedado callado ante tales atrocidades, y siempre dispuesto a llamar las cosas por su nombre, ha dicho que se trata de mártires de la era moderna y víctimas de la indiferencia que la globalización ha traído consigo. Su planteamiento, aunque crudo, rescata un concepto del bien común que aboga por la valoración de aquéllos que trabajan de manera anónima y comprometida con los excluidos, con las “personas descartables”, como él mismo las define en su encíclica Laudato Si (Sobre el cuidado de la casa común).

Estos gestos de denuncia y compromiso son, probablemente, el gran aporte del reinado de Francisco; de un obispo convencido de que el anuncio del mensaje de la Iglesia necesariamente pasa por la promoción de la justicia y el trabajo solidario, como herramientas para rehacer el tejido social, ahí donde ha sido lastimado. Y lo más importante de todo es que tales tesis son ajenas a criterios ideológicos y por ende escapan a la manipulación política.

Jorge Bergoglio ha marcado ya una notable diferencia con sus predecesores Benedicto XVI y Juan Pablo II, cuyas respectivas vocaciones pastorales fueron rehenes de la lógica de la confrontación Este-Oeste, la cual llevó a la Santa Sede a jugar un papel estelar en el ajedrez de la política internacional previa a la caída del socialismo real y para la reconstrucción de la Iglesia en las naciones de Europa del Este. Si bien éste fue el gran mérito de ambos, no por ello puede soslayarse que el acento de sus respectivos apostolados lo pusieron en el reconocimiento del amor que pasa por la beneficencia, como fue el caso de Teresa de Calcuta, y no en el amor que se asocia con la justicia, como ocurrió con monseñor Romero y los jesuitas masacrados en El Salvador.

Sin caer en la narrativa de los absolutos, todo indicaría que la sede apostólica en tiempos de Wojtyla apostó por sumarse a los esfuerzos que parecía desplegar la comunidad internacional para edificar un orden virtuoso adecuado a los tiempos de la posguerra fría. Poco después, Ratzinger expresó dudas sobre la capacidad de la ONU para resolver problemas sin antes ser objeto de una profunda reforma interna, que sigue sin darse.

Hoy, en condiciones diferentes, Francisco se ha convertido en “crítico constructivo” de la realidad mundial, que no se amedrenta al señalar a las superpotencias sus responsabilidades frente a los grandes retos de nuestro tiempo, ni tampoco al establecer un modo original de anunciar el Evangelio, entender la compasión y denunciar el pecado.

Juan Pablo II y Benedicto XVI imprimieron a sus reinados la impronta de su respectivo temperamento nacional, así como una acentuada vocación eurocéntrica, siempre nutrida por la memoria de la Segunda Guerra Mundial y su secuela bipolar. En el caso del argentino, su experiencia de vida le permite conocer mejor las realidades de la periferia y tomar distancia emocional de la vieja Europa. Dicho de otra manera y para bien, el nuevo mundo está siendo visto por primera vez en la historia de la cristiandad a través de los ojos de uno de los suyos, y eso es un buen augurio para todos los que habitamos en el continente de la esperanza.

En fin, la reflexión da para mucho pero el periodismo impone limitaciones naturales de espacio. Por ello valga decir por ahora que, con Bergoglio, poco a poco se van rezagando las tesis antropocéntricas y autorreferenciales de los sectores conservadores de la Iglesia y, en su lugar, avanza la opción preferencial por los pobres y se dan pasos firmes para acabar con la indiferencia de tantos que, al tener bien servida su mesa, pretenden ignorar que en el mundo hay mucha gente que muere de hambre.

 

Internacionalista.