La del papa Francisco
No hay duda de que todo dirigente político o guía espiritual imprime a su gestión un sello particular, un matiz personal que la hace única e irrepetible.
Y al parecer, no existe hoy mejor ejemplo de una gestión original que el de Francisco, quien queriendo o no, da la nota con una frecuencia inusitada, lo cual acredita su voluntad de actualizar a la brevedad aspectos de la Iglesia católica que han sido rebasados por los hechos.
No se equivoca el Papa, la expectativa natural de duración de su pontificado alerta sobre la importancia de acelerar tan anhelada transformación, de forma tal que se marque un antes y un después con relación a los dos papas previos, y se desdibuje la influencia que tienen en la Santa Sede los sectores más conservadores de la Iglesia.
Habrá quien diga que lo que está haciendo Francisco es menos un genuino deseo de cambio y más el resultado de un doble cálculo político, que exige adecuar la institución eclesiástica a la realidad global del aún joven tercer milenio, y a las necesidades espirituales de las nuevas generaciones ya que, de no hacerlo, existe el riesgo de una desbandada de fieles que podría marcar el inicio del fin de esa institución.
Cualquiera que sea el caso, el Papa argentino está trazando una línea pastoral novedosa y atractiva, que por lo pronto ha generado una enorme corriente de simpatía hacia su reinado por parte de religiosos, laicos e incluso sectores sociales ajenos a cualquier dogma, que reconocen en él a un sacerdote honesto y empeñado en equipar a la Iglesia con las vituallas necesarias para transitar con éxito hacia el futuro.
Como buen jesuita, Francisco tiene una especial cercanía emocional y doctrinaria con las tesis centrales del Concilio Vaticano II y está consciente de la prioridad que tiene para la Iglesia profundizar en sus reflexiones y enseñanzas sobre temas de la agenda global que se relacionan con la paz y a todos inquietan, como son entre otros los derechos humanos; la justica económica; la cooperación para el desarrollo; el combate a la exclusión, la pobreza y el hambre; la migración; el cambio climático y el respeto al orden jurídico internacional.
De estos temas ha tenido Jorge Bergoglio oportunidad de pronunciarse de manera extensa en sus diversos viajes por el mundo y, en especial, a través de su exhortación apostólica Evangelii Gaudium (noviembre de 2013) y de sus encíclicas Lumen Fidei (julio de 2013) y Laudato Si (junio de 2015).
Y es precisamente en la citada exhortación apostólica donde el Papa expresa, sin reservas, su decisión de dar un golpe de timón en aquellos rubros de la doctrina y del rito que han sido rebasados por la historia, de tal suerte que la Iglesia actualice mensaje y vigorice presencia en el orbe actual.
En esta exhortación, Francisco señala que hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que hoy ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida, por lo que es necesario proceder a su revisión.
Algo muy similar ocurre también con las dos cartas encíclicas antes citadas. En el caso de Lumen fidei se busca impulsar a la fe como medio para iluminar la existencia del hombre, por supuesto a partir de la creencia en el dogma central, pero también mediante una acción comunitaria que deja atrás conductas autorreferenciales, propias del hombre aislado, y abre camino a la solidaridad social. A su vez, a través de Laudato Si, el Papa hace un enérgico llamado a la comunidad de naciones acerca de los riesgos de la degradación del medio ambiente y del deterioro de la “casa común”, al tiempo que denuncia el consumismo y prácticas económicas que acentúan la pobreza en amplias regiones del planeta.
Como se desprende de estos documentos, el apostolado del Papa está notablemente comprometido con la opción preferencial por los pobres y ha venido haciendo de la Iglesia católica una especie de enorme organización no gubernamental, dispuesta a denunciar la injusticia y a pavimentar caminos de reconciliación en todos los rincones de la esfera. Y eso es bueno pero insuficiente si no se atienden las preocupaciones espirituales de la gente de hoy, cuyo estilo de vida no siempre va de la mano con lo que predica una institución que tradicionalmente ha censurado conductas, castigado y excluido. Los templos en Europa, y también en América Latina, están cada vez más vacíos.
A pesar de que la moral cristiana es la columna vertebral de las leyes e instituciones del mundo occidental, las nuevas generaciones se han alejado de la Iglesia y prestan poca atención a sus enseñanzas. Francisco está consciente de ello y sabe bien que una Iglesia punitiva, que en todo ve pecado, es poco atractiva y está condenada a desparecer si no se agilizan los trabajos para reinventarla.
Frente a esta insoslayable realidad, el Papa ha puesto manos a la obra para estimular la reconciliación interna y con los fieles. Así lo acredita su reciente reunión con el superior general de los lefebvristas para zanjar diferencias doctrinales y reincorporarlos plenamente a la Iglesia; así lo indica también su actitud respetuosa y tolerante de la forma de vida de quienes integran la comunidad LGBT*, actitud que le ha generado un aplauso de dimensión global.
Y para sorpresa de muchos, apenas hace unos días el oispo de Roma dio a conocer al mundo su nueva exhortación apostólica Amoris Laetitia, en la que aborda el tema de la familia y sugiere que, a través del discernimiento y el acompañamiento, se vislumbra el camino para reintegrar a la Iglesia a los divorciados.
El tema seguramente inquieta a muchos, y es normal que así sea porque pone sobre la mesa de discusión el capítulo del acceso de aquellos a ciertos sacramentos. Pero eso ya es mucho adelantarse.
En cualquier caso, con Francisco llegaron los vientos de cambio a una Iglesia que se antojaba pasada de moda y que ahora, con la pausa necesaria, está labrándose un nuevo perfil, más contemporáneo y por ende tolerante y comprensivo, que suma y está rehaciendo a su comunidad.
*Lésbico, gay, bisexual y transgénero
Internacionalista

