Juan Antonio Rosado

Ficción, historia y mito pueden confluir en una sola obra. Martín Luis Guzmán, quien siempre persiguió la esencia de los hechos por medio del símbolo, prefería la verdad literaria a la histórica. Para él, la leyenda y el mito retrataban con mayor precisión la “esencia” de los sucesos que la narración rigurosamente histórica. Michel Zéraffa propone que, si bien existen novelas que se separan del mito, hay otra zona “compuesta por obras que narran la búsqueda, a través de la historia, de un ser o una esencia que se hallen simultáneamente dentro y más allá de nuestra historicidad”. En esa zona hay temas míticos, incluso cosmogónicos y ontológicos. Estudiosos como Mircea Eliade habían ya notado la presencia de mitos en la novela moderna, y Northrop Frye considera que una parte de la tarea del crítico consiste justo en mostrar cómo los géneros literarios se derivan del mito, lo que no significa que en sí sean mitos.

Sin embargo, un mito puede también derivarse de la literatura y transformar la percepción de la realidad. ¿No son las mitologías y, en consecuencia, las religiones, creaciones poéticas? Mucho se ha escrito sobre el “mundo desacralizado” en que vivimos, pero el sentimiento de lo sagrado no se ha eliminado; al contrario, se ha diversificado. Ya no hay un solo centro rector cohesionador de la sociedad, mas dicho fenómeno no ha aniquilado ni la religiosidad ni lo sagrado, es decir, aquello en que un individuo cree y que éste no consiente que se le insulte o cuestione. Si hay ritos independientes del mito, también persiste lo que Rollo May llama “la necesidad del mito”. La novela, el cine y la pintura de la Revolución Mexicana han creado todo un sistema mitológico con referentes históricos y una multiplicidad de variantes. Generadores de mitos, no se han contentado con interpretar la historia, sino que la han transformado en ficción. No obstante, a la literatura no le interesa la verdad de un enunciado: ni la verdad histórica ni la filosófica, sino la verosimilitud a partir de una motivación y con una intención determinada.

En México, una de las más fuertes tendencias temáticas narrativas ha sido la novela de la Revolución Mexicana. Esta corriente se puso de moda a partir de 1925, después de la polémica entre la llamada “literatura viril” y la “literatura afeminada”, analizada, entre otros, por Víctor Díaz Arciniega, quien descubre la motivación e intención a las que me referí. Hay muchos antecedentes de narraciones cuyo tema es la Revolución (la mayoría de escasa calidad); desde 1916 se privilegió la literatura colonialista, el retorno a la Nueva España como un vehículo más en el laberíntico trayecto de búsqueda por una supuesta identidad nacional. La polémica de 1924-1925 surgió entre quienes eran percibidos como escritores instalados en su “torre de marfil”, que se evadían de la realidad, y aquellos interesados en el tema social y “nacional”, en la historia inmediata, a fin de crear un proyecto cultural nacionalista. Francisco Monterde redescubre Los de abajo (1915), de Mariano Azuela, que se convierte, por un lado, en un poderoso detonador para escritores incipientes que de pronto deciden abarcar otras facetas del movimiento (como José Rubén Romero), y por otro, en motivación para autores que vivieron la Revolución o fueron ex combatientes que —como José Mancisidor— sintieron la injusticia o parcialidad en la visión de Azuela y tratan de “corregirlo” proponiendo, según ellos, una visión más integral, completa de la Revolución. Lo anterior es cuestionable, pero como quiera que sea, el tema es llevado al campo literario, sea emanado de una tesis, mezclado con demagogia o tendiente a un discurso plenamente ficticio. La Revolución se vuelve mito y retórica: ya no es sólo retórica política ni tema de murales. Ahora se convierte en el mito fundacional de un nuevo país y en un punto de partida literario, al crearse un novedoso universo simbólico con múltiples variantes situacionales y un sinnúmero de personajes. En su conjunto, estas obras arrojan luces para completar las distintas versiones históricas y ofrecernos, con una función estética, el encuentro con lo esencial de un periodo importante de nuestro pasado.