Afloraron dos posiciones
Salvador Abascal Carranza
A Felipe Calderón Hinojosa, con sincera admiración.
Porque a la ética […] corresponde determinar qué clase de
hombre hay que ser, para tener derecho a
poner la mano en la rueda de la historia.
Max Weber
El político con visión de Estado y vocación humanista rechaza la oferta de quienes consideran como independientes, e incluso incompatibles, los ámbitos ético y político, proclamando, por tanto, la amoralidad de la política. “La moral es un árbol que da moras”, decía un famoso gobernador priísta.
Por el contrario, el verdadero político, el que es capaz de dignificar una de las tareas más nobles a las que un ser humano se puede dedicar, para ostentar con legitimidad el poder que sus conciudadanos le confían, tiene que adoptar una actitud moral.
Sin embargo, “toda acción éticamente sustentada —nos enseña Max Weber— puede ajustarse a dos máximas… Puede orientarse conforme a la ética de la intención o conforme a la ética de la responsabilidad.”*
De la ética de la intención tenemos sobrados ejemplos; uno de los más notables, quizás, es el de la “renovación moral de la sociedad”, proclamada por Miguel de la Madrid como insignia de su sexenio, pero que se quedó, como bien dice Weber, en el paraíso de las intenciones y, lo que es aún peor, desembocó, por irresponsabilidad moral, en su antítesis: en una corrupción galopante. Esto no quiere decir que debamos prescindir de la ética de la intención, siempre y cuando se vea acompañada, o mejor dicho complementada y cumplimentada, por la de la responsabilidad. En realidad, pienso que entre ellas existe siempre una especie de tensión. El bien común ideal, que es la máxima ética de la política, se encuentra en lo más alto. Ese es el mundo de los principios éticos, de los valores y de las intenciones. A esto le llamo (a diferencia de Weber) la ética de la convicción. El otro mundo, el de la realidad, el de la vida cotidiana, debe ser regido por la ética de la responsabilidad. Este es el ámbito que muchos autores han denominado como la real politik, la cual incluye lo que ya Santo Tomás (Sobre el Gobierno de los Príncipes) expresaba como la inevitable elección, cuando no existe otra opción moral, del mal menor.
Entre estos dos mundos, el de la convicción y el de la responsabilidad, existe una especie de resorte. Las decisiones éticas se encuentran siempre entre los dos extremos. En tratándose de la política, las exigencias del bien común no siempre pueden ser satisfechas a cabalidad, ni responder a los ideales de la convicción. La débil condición humana arrastra, en muchas ocasiones, el resorte hacia abajo. Este es el caso del drama de la violencia que azota a buena parte de México.
Me he permitido hacer esta disquisición filosófica para mostrar cuán difícil es la tarea de gobernar cuando se tiene convicción ética y responsabilidad moral.
En el diálogo del Castillo de Chapultepec, entre el presidente Felipe Calderón y algunas víctimas de la violencia, representadas por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, encabezado por el poeta Javier Sicilia, afloraron de manera evidente las dos posiciones: la ética de la intención, representada por el escritor Sicilia (denominada por Max Weber también “ética total”), muy comprensible y atendible, como la comprendió y la atendió el señor presidente; y la ética de la responsabilidad que le corresponde, por vocación e investidura, al presidente Calderón.
El diálogo hizo aflorar, sin embargo, la parte de responsabilidad que asumieron algunas de las víctimas, como es el caso de Le Barón y el mismo Javier Sicilia. Durante las tres horas que duró el encuentro (originalmente pactado a dos), brilló la buena voluntad y la honestidad de ambas partes. Hubo sensibilidad por parte del Presidente y receptividad de los representantes del Movimiento.
Una de las claves del impecable desarrollo del encuentro fue la exclusión de las exigencias imposibles. Se descartaron las voces estridentes y violentas que en algún momento pidieron a gritos la renuncia del presidente Calderón. Tampoco se puso sobre la mesa la exigencia original de la renuncia del titular de la PGR. La moderación permitió el diálogo. La moderación, la apertura, la prudencia, siempre abren caminos de entendimiento. De un plumazo, se hizo desaparecer el fantasma, tan querido por algunos pseudo-analistas, del “Estado fallido”.
El político que entiende su responsabilidad con la historia debe apasionarse por una causa a la que se entrega, y servir a esa causa responsablemente. Además, debe conservar la serenidad y la apertura para escuchar atentamente a la realidad. Pasión, responsabilidad y mesura conforman, desde el punto de vista de la ética política, la actitud que legitima al gobernante para dirigir la historia. Eso fue lo que todos vimos en el diálogo del Castillo de Chapultepec. Vimos a un hombre (el Presidente) sereno, sensible, pero comprometido con una causa, que no puede ser otra que la causa de México.
Pero lo que nadie ha dicho, y que hubiese destacado aún más esa actitud responsable del Primer Mandatario, consecuente con su firme convicción de combatir a los verdaderos enemigos de todos nosotros, son las gravísimas consecuencias de no haber actuado a tiempo, o de no seguir haciéndolo por cálculos de mala política (imagen, seguridad personal, comodidad, etc.) o de presión mediática. En lo que a continuación diré, se encuentra quizás uno de los aspectos medulares de lo que podemos llamar la salvación de quizás muchas más vidas de las que se han perdido, por la decisión ética del inevitable mal menor.
Todos han hablado, hasta la saciedad, de los 40 mil muertos. Es cierto que cada uno de ellos cuenta como ser humano único, irrepetible, con su indiscutible dignidad. Es cierto también que cada muerte violenta es una gran tragedia. Cuando Trotsky le reclamó a Lenin las matanzas de rusos y de judíos en los “progroms”, o purgas (inventadas por Lenin pero perfeccionadas por Stalin), Vladimir Ilich Ullianov, alias Lenin, le respondió: “Es cierto que la muerte de un hombre es una tragedia, pero la de un millón es una estadística.” En tratándose de vidas humanas, las estadísticas no deben ser el referente. Cada vida humana tiene un valor absoluto. Nadie habla, por ejemplo, de los cerca de cincuenta mil abortos practicados (según cifras oficiales) en el Distrito Federal. Y eso que esas muertes han sido de seres humanos inocentes entre los inocentes, lo cual se puede considerar como un holocausto silencioso.
Una vez establecido lo anterior, debemos hacernos las preguntas que nadie se ha formulado, aprovechando, en lo que es debido, la estadística: de las cientos de miles de armas decomisadas por las fuerzas armadas; del más de un millón de cartuchos que pudieron haber sido disparados contra miles de mexicanos, ¿cuántas vidas se salvaron por la decidida acción del gobierno? ¿Cuántos asesinos capturados han sido impedidos de seguir matando? ¿A cuántas personas más hubieran matado (inocentes o no) de no estar hoy encarcelados? De las toneladas de droga decomisadas, ¿a cuántos niños y jóvenes se les ha salvado del envilecimiento moral y físico que su consumo produce?
Por otra parte, es necesario decir que quienes siguen empeñados en falsificar la realidad para tratar de imponer sus ideas, y que afirman que a pesar del combate al narcotráfico y al crimen organizado no ha disminuido el consumo de la droga en los Estados Unidos, ignoran o pretenden ocultar los datos que al respecto ha dado a conocer la ONU: “Debido a que el consumo de cocaína en Estados Unidos ha tenido una caída drástica en los últimos años, los cárteles de la droga en México están cada vez más débiles”, afirmó en un informe Thomas Pietschmann, experto de la Oficina de las Naciones Unidas Contra las Drogas y el Delito.
Según el experto de la ONU, parte de la violencia que se vive en México se debe a que los cárteles de la droga son más débiles que hace unos años, porque la cantidad de droga que entra a los Estados Unidos desde 2006 se ha reducido en 68% desde ese año.” Otra nota de la misma oficina dice: “Cárteles buscan nuevas rutas a EU para evitar México”.
*Max Weber, Le métier et la vocation d´homme politique, PUF,
Paris, 1966, p. 163. NB: El subrayado es del autor.