Inglaterra, Grecia, Portugal…


En Inglaterra, cientos de miles de trabajadores, profesores desde nivel básico hasta universitarios, empleados de distintas ramas y burócratas, participaron en una huelga de 24 horas, así como en marchas desplegadas en todo el país, para protestar por las modificaciones al sistema de pensiones decretadas por el gobierno británico que obligan a los asalariados a realizar mayores aportaciones y extienden la edad para jubilarse a los 66 años.

Mientras, en Grecia, airados manifestantes se reunieron en la plaza Sintagma, afuera del Parlamento, para protestar por la aprobación del plan de ajuste exigido por el Fondo Monetario Internacional y la Unión Europea, que incluye privatizaciones de empresas públicas y recortes presupuestales drásticos, como condición para descongelar los recursos de ayuda aprobados para que Grecia enfrente la crisis, en la que el aspecto más grave es una deuda, que representa el 150 por ciento del producto interno bruto de ese país. Tanto en Gran Bretaña como en Grecia, las manifestaciones fueron reprimidas y hubo numerosos heridos y detenidos.

Hace apenas unas semanas, los “indignados” en España rechazaban igualmente los planes de recortes presupuestales con que el gobierno de ese país quiere enfrentar la crisis, y hace unos meses en Francia se registraba un estallido social por las mismas razones, las modificaciones a las pensiones, los recortes presupuestales y las alzas a los servicios públicos.

En Portugal, enfrentado a una crisis de deuda, como Grecia, también los planes gubernamentales, tan perjudiciales para los trabajadores que han llegado al extremo de imponer en estos días un impuesto del 50 por ciento a los aguinaldos, han provocado también la protesta popular.

Lo que estamos presenciando es una exacerbación de la lucha de clases, por el hartazgo de los pueblos ante las políticas económicas que han buscado enfrentar las crisis intensificando la expoliación de los trabajadores. Y es que desde que se inició la larga crisis estructural en los setentas del siglo XX, las burguesías de los países altamente industrializados respondieron con dos ofensivas, una contra los países subdesarrollados, y otra contra los trabajadores, tanto de sus propios países, como los de las naciones pobres.

La forma que adoptaron esas ofensivas fueron las políticas neoliberales que terminaron con el mal llamado Estado benefactor y dieron paso a una drástica reducción del gasto social que consiguió que fueran los trabajadores los que pagaran los costos de la crisis a través de una transferencia de recursos a los capitalistas.

Por eso, en estas décadas, a pesar de la crisis estructural, los empresarios, en especial los inversionistas financieros, han podido incrementar sus fortunas a montos asombrosos, mientras los trabajadores, de todos los países, han sufrido la caída de sus niveles de vida, tanto por el desempleo, como por la inseguridad en el trabajo, la baja de los salarios reales, los recortes del gasto social, el ataque a las pensiones, el alza de precios en los servicios públicos, la privatización de empresas estatales que proporcionaban servicios o subsidios de diversa índole, y un largo etcétera.

Lejos de atenuarse la estrategia del neoliberalismo, lo que ocurre cuando, dentro del panorama de la larga crisis estructural, se producen crisis coyunturales como la que estalló en 2007-2008 en Estados Unidos y se extendió al mundo en su conjunto y todavía no se resuelve, la respuesta de la burguesía internacional es buscar nuevos campos para aplicar sus reformas neoliberales.

Eso es lo que está ocurriendo en Europa. Sólo que los trabajadores ya no pueden ceder más y si bien no todos los movimientos pueden clasificarse del lado progresista (pues resulta por lo menos sospechoso que en medio de las protestas de los “indignados” en España, haya resultado ganador en las elecciones el conservador Partido Popular), lo que es cierto es que los pueblos están hartos del neoliberalismo.