Soy maestra. Educar no es fácil. Cualquier conocimiento, incluso el de las matemáticas no es puramente objetivo: establece un juicio sobre la realidad y una serie de valores.

Fui maestra en la Escuela Europea de Bruselas a nivel primaria y secundaria. Impartí clases a hijos de burócratas españoles. La diferencia cultural entre ellos y yo a veces salía a flote: los niños españoles no entendían mi imperativo “No se paren”, hasta que una colega española me dijo que “no se paren” quiere decir “no se detengan”. La grosería de llamar a alguien “gilipollas” me era desconocida, así que la usaba para referirme a mis alumnos y no los censuraba cuando ellos la proferían. Ellos no se sentían agredidos porque mi tono de voz mexicano les parecía dulce, así como por la atención personalizada para entender qué los afectaba en sus estudios, cómo echarles la mano. Las enseñanzas de mi periplo en educación básica me marcaron. Aprendí que para “educar” debes comprender el contexto vital de los alumnos, interesarte por ellos y sus familias, y mirarlos a los ojos. Que la educación no sólo es transmitir información.

Fui maestra en México a nivel secundaria, en una exclusiva escuela de Cuernavaca, el Marymount. Los grupos se dividían en niños y niñas de clases altas, no mixtos. La mayoría de las veces, con tan poca atención de los padres a sus hijos que era lastimoso. Los varones tenían niveles de agresividad marcados. Su nivel de conocimientos era bueno, pero en muchos la inteligencia emocional estaba dañada. Sólo aguanté con ellos un semestre. Aprendí que muchos “niños bien” de la sociedad mexicana sufren un gran abandono emocional que un maestro no puede suplir.

Soy maestra universitaria. Sé que tener un título de maestría no te vuelve apto para enseñar a otros, menos aun si son de otras culturas o si tienen muchas carencias. Aprendí que la educación debe estar situada y en relación con lo que viven los alumnos. Que no es lo mismo tener clases con quince, treinta, sesenta alumnos y más (como sucede en las escuelas públicas); que en la transmisión de información va una interpretación de la realidad, que enseñar a niños que llegan con el estómago vacío porque no tienen qué comer no es lo mismo que enseñar a los que sólo comieron papas fritas y gaseosas porque sus padres estaban ausentes. No es lo mismo enseñar a jóvenes cuyas familias tienen una cultura occidental amplia que a los que están centrados en los valores de su propia cultura (que muchas veces los maestros desconocemos y no sabemos respetar) o a los que ya perdieron su cultura ancestral al ser migrantes de los cinturones de miseria de las grandes ciudades.

Ser maestro, dicen, es una vocación. Recuerdo haber visto en campamentos de maestros en el centro del exDF a aquellos que con alegría en los ojos, decían: compré este mapa del mundo para mis alumnos; les llevo estos cuadernos para colorear con las regiones de la República; ¡tengo cuadernos y lápices para que escriban!; encontré un librito en el que se traducen palabras de nuestra lengua al español.

Ser maestro en situaciones particulares no puede medirse con una prueba de conocimientos realizada por burócratas sin tomar en cuenta el dónde, cómo, por qué, quién y para qué. La educación, no se debe decidir de manera burocrática. Pero, por desgracia, la “educación” actual, privada y pública, está al servicio de la producción global a la que no interesa formar seres pensantes que pueden optar por estar fuera del sistema.

Aunque haya mucho que mejorar en el sistema educativo nacional, la Reforma Educativa no responde cabalmente a esto. La dignidad de la educación y de lo que es ser personas exige no dejar solos a los maestros en su lucha contra lo que destruye la verdadera educación.

 

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