Igual que si se tratara de un trote lento, así arrancan los versos de Francisco Hernández, pero su voz, montada sobre las páginas de sus poemarios, desbocan al lector al llevarlo por un amplio mosaico de estampas que terminarán por alinearse para encumbrar un panorama de dolor/incertidumbre, de la necesidad de la fe —que no de la certidumbre de la fe—, de los instantes o las imágenes que si bien el poeta detiene en una página, no pierden velocidad, porque esa impresión guardamos en la gran mayoría de la obra de Hernández, sin dejar de lado, por supuesto, el trazo que elabora desde su visión que ha sido impregnada por otros escritores, el erotismo que lo lleva a paso lento y disfrutable, la pasión que encuentra en lo que recorre su pluma, la vida que Hernández se encarga en retratar, ya con los diversos animales que encontramos en su poesía, ya con los reflejos —lo que refleja y lo que actúa— el cuerpo, el nombre de cada parte del cuerpo que va desde el alma, hasta las prendas de otra piel que lo visten, que lo abrigan en las caricias del tiempo. Un poeta de la más fina irreverencia, del canto por la vida, dibujante de la naturaleza viva, poeta que sonríe con el alma.

El pasado martes 28 de junio se realizó en el Palacio de Bellas Artes, en la Sala Manuel M. Ponce, un homenaje al poeta Francisco Hernández por sus 70 años de vida, en el que participaron la poeta y traductora Pura López Colomé y el poeta y editor León Plascencia Ñol, quienes charlaron y expusieron sobre el filo de la poesía de Hernández. López Colomé destacó los diversos temas que se agrupan en la obra de Francisco Hernández, que, sobre todo, tienen el tino perfecto para conmover al lector, para unirlo a los cantos, a sus orígenes, a su erotismo de la muerte que deshebró en su texto que tituló “Jinete a la carga, pasajero en ancas” y en el que apuntaló sobre el trabajo de Hernández, un autor “sumamente prolífico y traducido a muchas lenguas; desde que lo conozco publica por lo menos un libro al año y el mundo literario le ha concedido todos los reconocimientos que merece”. Por su parte, León Plascencia Ñol atendió sobre “Los cuadernos negros de Francisco Hernández”, unos diarios que “forman un corpus donde el azar arma un entramado no siempre evidente, pero que se vuelve un compendio de vida del poeta que va de 1988 a 1994”; en ellos se guardan recortes de periódicos, citas, fotografías, ilustraciones y dibujos, y donde se expone la pasión y el deseo, el amor y la muerte, poesía, aunque se fueron construyendo “sin más ambición —afirmó Plascencia Ñol— que ser simples diarios o cuadernos donde Francisco anotaba frases o slogans publicitarios a los que después les añadiría citas literarias, haría intervenciones o pondría recortes de notas que aparecían en relación con los libros o entrevistas que le hacían”. Francisco Hernández apunta sobre ello, que una amiga norteamericana le regala el primer cuaderno para que escriba, apunte o que haga lo que quiera con ellos y, “efectivamente, el primero de los cuadernos tiene textos publicitarios, dibujos sobre lo que debería aparecer en un programa de televisión porque, deben saber que trabajé durante 29 años en una agencia de publicidad”, labor que, menciona con humor: “cualquiera que sepa escribir su nombre y su dirección correctamente, puede ser publicista”; tales cuadernos agrupan diversos intereses y atracciones de Hernández, lo que le divertía y entretenía… “y todo lo demás fue llenado con el azar que suele ser maravilloso en este tipo de creaciones”, apuntó sobre sus cuadernos. Y, para cerrar, el poeta leyó algunos de sus textos que, precisamente, la mayoría vienen en su más reciente libro, Odioso caballo.

Francisco Hernández (San Andrés Tuxtla, 1946) es autor de más de veinte poemarios, entre ellos destacan Gritar es cosa de mudos, Moneda de tres caras, Las gastadas palabras de siempre, Imán para fantasmas, Población de la máscara, Una forma escondida tras la puerta y del Diario sin fechas de Charles B. Waite; además, bajo el pseudónimo de Mardonio Sinta, aparecieron sus coplas con el título ¿Quién me quita lo cantado? Los galardones que ha recibido (Premio de Poesía Aguascalientes, el Premio Xavier Villaurrutia, el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines, el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde, el Premio Mazatlán de Literatura y el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el campo de Lingüística y Literatura) son, sin duda, un reconocimiento genuino a su labor creativa.

Una celebración más de Hernández debe ser su poemario Odioso caballo (Almadía, [ilustraciones y diseño de Alejandro Magallanes], México, 2016; 193 pp.), en el que esculpe la figura en movimiento del caballo —tanto en una buena porción de sus versos como en algunas de las ilustraciones que vienen en el libro—, desde la perspectiva que se fija en la estética del día que vida es. Del volumen que hoy nos centramos, se divide en cinco secciones y un Epílogo, todo con el trazo de versos, por eso seguramente López Colomé afirmó sobre el escritor veracruzano: “es fiel a su tarea exclusiva de poeta, así escriba prólogos, introducciones o distintos textos en prosa, no puede evitar una visión lírica que siempre sale a flote y otorga confiabilidad a sus temas”. De la primera sección, la que da título al libro, abre con el verso: “Hoy amanecí montado en Dios”. Nótese que la última palabra la ubica en cursivas, igual que si se tratara de una voz ajena y, así, él montado (“Dios es un caballo de edad indefinida”), deja que el trote avance por una vereda paralela, donde “Dios” pierde altura, mas recobra grandeza desde antes de la voz (“Dios no hace milagros/ porque su continua invisibilidad/ es un milagro en sí”), desde el interior del poeta, pues “Las riendas de la fe nos tranquilizan/ dentro de sus valores verdaderos”. Y, a pesar de su “invisibilidad”, la fe oscura, aunque oscura, permite la fe con leves palpitaciones irónicas: “Dios muerto, inmortal e invisible,/ no me quites la eternidad del purgatorio,/ ni el gozo de Satán al amaestrarme”, o cuando “Homero no vio a Dios, aunque sintió su aliento./ Lo acarició hasta que ambos/ echaron espuma por la boca”. “Paterson la horrible”, segunda sección, es un álbum de las imágenes que le llegaban a la mano ya por tenerlas enfrente o que fueron tomadas de la memoria. La tercera parte, “¿Cuánto pesa un caballo?”, es una estampida de caballos que atraviesan, principalmente, por sus orígenes que son memoria presente, recuerdos en voces que lo persiguen: “Mi casa se cayó del caballo, pero no se calló. (…) Su voz continúa diciéndome al oído:/ ‘Nunca volverás a vivir en una casa./ También tu porvenir se vino abajo’”. En “Taller de Moris”, cuarta división, la memoria continúa su palpitar, nostalgias que provoca la separación, muerte más allá de la muerte, significados del andar. La última parte, “Cartas”, es el diálogo que rebasa el tiempo, preguntas que se alinean, presencias que Hernández guarda, aguarda. Y, por último, un epílogo/poema, fija su atención en su madre y en su padre, otra mención del origen, desde el presente, memoria y tiempo que lo une en la edad de un caballo: “¿O Dios o caballo?/ Odioso caballo”.

Francisco Hernández, se dice en el cintillo de su libro más reciente, es: “uno de los poetas más leídos y celebrados por generaciones de lectores”. Cierto es. Sin embargo, cumple con el fenómeno de que la crítica se divide para exponer sobre su quehacer pero sí, sin duda, es un poeta, sobre todo de unos veinte años a esta fecha, que ha cosechado la porción necesaria de lectores para seguir a buen galope en la primera fila de la poesía mexicana.