EDITORIAL
Negros, judíos y gitanos siempre han formado parte de la lista genocida e inquisitorial más abominable de la historia humana.
Hoy el señor Donald Trump, en pleno siglo XXI, originario de un país que asegura ser cuna, símbolo y gendarme de la democracia mundial, ha tomado la decisión de incluir en esa lista a los mexicanos.
Los ataques constantes y sistemáticos a México han sido, desde el inicio de su campaña a la Presidencia de Estados Unidos, eje de su proselitismo.
Siempre ha sido un antimexicano declarado, pero las luces de alarma se encendieron cuando llamó “mexicano” al juez de distrito Gonzalo Curiel, sin serlo, y sólo para ofenderlo.
Utilizó el término para decir —así lo reconoció en entrevista— que debido a sus raíces, a su origen, carecía de capacidad y, por tanto, de autoridad para culpar a la Universidad Trump de haber cometido un fraude.
A lo largo de su campaña, el magnate inmobiliario ha expulsado de reuniones, mítines y asambleas a todo aquél que lo critica; no sin antes llamarlo “mexicano”.
Para ese republicano advenedizo, México es sinónimo de inferioridad y corrupción. Por nuestra raza, color de piel o simplemente por venir de donde venimos, somos inferiores en inteligencia, en destreza y, no se diga, en moral; somos lo menos parecido a un ser humano.
Sin embargo, las más recientes encuestas indican que la popularidad de Trump ha recibido un pinchazo. Se desinfla, pero, independientemente de lo que suceda en las elecciones, su fascismo ya caló. Hay una masa blanca, kukluxclana e incluso latina, que lo sigue con pasión.
En el mejor de los casos, son electores que se han dejado hipnotizar por su locuacidad, contundencia y radicalismo; por su machismo político.
En el peor, son simpatizantes que traen el ADN racista y discriminatorio, consustancial a un sistema culturalmente imperial. A un país donde ser negro, latino, comunista o gay —como acaba de probarlo la matanza de homosexuales en la discoteca Pulse de Orlando— es un crimen.
De llegar a la Presidencia de Estados Unidos, Trump trataría de instaurar un apartheid contra mexicanos. Algo que ya logró fue convencer a la clase media norteamericana, la más dogmática e ignorante y también la más golpeada por la crisis hipotecaria, de que los mexicanos somos causa y origen de todos sus males.
Así como para Hitler la tragedia de Alemania eran los judíos, para Trump la ruina de Estados Unidos somos los mexicanos.
Somos, para decirlo rápido, el estrago de una nación que no puede volver a ser próspera debido a que la migración —especialmente la mexicana— representa, en todos los sentidos, un lastre.
Trump, en realidad, sólo refleja la temperatura de una época. La misma rabia que hoy sienten muchos estadounidenses hacia los mexicanos es la que experimentan los ingleses hacia los musulmanes.
Así como el precandidato del Partido Republicano ha centrado la litis de su campaña en el repudio hacia una comunidad que vive y trabaja en Estados Unidos, el Brexit en Inglaterra tuvo como primera motivación deshacerse de los migrantes que llenan los barrios y calles de Londres.
El odio a los mexicanos ha operado como el catalizador que agrupa fuerzas, sentimientos y opiniones a favor de un fascista que podría ganar la elección.
Aun y cuando no ganara, Trump ya logró que el veneno penetrara.
@PagesBeatriz

