En estos días he presenciado experiencias de desacuerdo. Algunas han llevado a la ruptura, otras están en proceso. La primera de ellas trata de una revista en línea que se publicaba (o se seguirá publicando, aún no lo sé) gracias al gusto por la escritura, la sensibilidad, la sensualidad, el pensamiento, el bien… y gracias a los lazos personales que los fundadores tejieron entre ellos y con otros. La segunda tiene lugar dentro de una Constituyente que a nivel nacional trata de encontrar qué queremos que nos mantenga como comunidad nacional y cómo plasmarlo legalmente, lo que incluye indagar en nosotros mismos y decir qué país queremos, qué tipo de relaciones con nosotros mismos, con los otros, con el entorno material y con otros países. Finalmente, lejana, pero al mismo tiempo cercana, está la decisión mayoritaria de Gran Bretaña, una Nación formada de islas, de dejar una Comunidad con la que se había comprometido con la esperanza de conseguir beneficios mutuos.
En estas rupturas, como en muchas otras, las partes pueden tener buenas razones para desprenderse de lo común, para interrumpir el diálogo, para separarse y alejarse; para no hacer un acto de autobservación, de autocrítica y de renovación. Sin embargo, lo construido se derrumba. Lo que cae puede dar lugar a nuevas arquitecturas y a nuevos nacimientos, que a veces son deseables. No obstante, los rompimientos no pueden impedir que nos preguntemos: ¿pudimos, y no quisimos, dar un paso adelante en la edificación de nuestro ser y del ser común? Aun cuando la rotura sea necesaria, puede ser cordial o en discordia. Puede hacer crecer en generosidad o encoger en autosuficiencia. Puede incluso llevar a una ruptura epistémica de uno mismo o de un grupo para abrirnos a lo otro.
No puedo dejar de recordar la experiencia que viví dentro de una comunidad. Cuando enfrentaban graves dificultades en su interior o con el exterior, decidían entrar en una autorreflexión profunda que incluía ayunar para ver en qué estaban fallando según el espíritu de su fundación. Trataban de encontrar su Norte para cuestionarse sobre el itinerario tomado y sobre sus acciones a venir. El fundamento era la humildad para encontrar caminos, a veces inéditos.
La inteligencia es una belleza, la inteligencia crítica una necesidad para el ser humano y sus sociedades, pero la humildad para reconocer los errores, corregir los entuertos y caminar de nuevo juntos en vistas de un fin es una virtud que se practica poco. Por eso recuerdo un dicho que se atribuye a Agustín de Hipona: En lo necesario, unidad; en lo dudoso, libertad; en todo, caridad.
¿Por qué en muchos aspectos de la vida en común no podemos definir los necesarios comunes para que haya unidad? ¿Algunos puntos nodales que unifiquen sin que sean falsos e inamovibles, pero que ayuden a andar trechos del camino? ¿Por qué no aceptamos que no hay una izquierda sino muchas con fuertes tendencias a la separación por lo propio de la capacidad crítica?
Jamás renunciaría a la capacidad crítica en pos de una falsa y confortable unidad. Sin embargo, por esa misma capacidad me siento obligada e impulsada a criticarme a mí misma, mis opciones, pensamientos y líneas de acción para no aferrarme a ninguno de ellos, lo que me permite entrar en diálogo con otros y encontrar los puntos esenciales para seguir bregando juntos por aquello que es necesario.
Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se respete la Ley de Víctimas, que se investigue seriamente el caso de Ayotzinapa, que el pueblo trabajemos por un Nuevo Constituyente, que Aristegui y su equipo recuperen su espacio radiofónico.

