¿Cuántas generaciones serán necesarias para que la sociedad estadounidense deje de sufrir, una y otra vez, hasta la náusea, crímenes tras crímenes, por un soterrado odio racial —de ciertos sectores de la población blanca en contra de los negros (eufemísticamente llamados afroamericanos) y de otras minorías— que con frecuencia se amparan tras una placa policíaca y cuyos actos criminales originan, a su vez, otras manifestaciones antirraciales, que llegan al extremo de tratar de excusarse, como revancha, en otros tantos actos criminales como el del veterano de Afganistán que acaba de matar a cinco agentes policíacos diciendo: “quería matar a policías blancos” porque estaba harto de que murieran negros, como él, a manos de la Policía?

O sea, el cuento de nunca acabar: el odio, el racismo origina más odio y  lo encoña hasta niveles absurdos. Estados Unidos vive, una vez más, otro episodio de derramamiento de sangre, de un bando y de otro. Por eso, el presidente Barack Hussein Obama casi se declara vencido, pues se conduele cuando los policías matan a un negro, y debe manifestar la misma pena cuando un negro mata a un policía o policías blancos. De otra suerte, si no buscara la imparcialidad, se le acusaría de tratar de proteger a los ¿suyos?, los negros.  Qué dilema.

La lista de hechos criminales con tinte racista es muy larga. El problema es que son tantos que suelen olvidarse muy pronto, aunque causen reacciones violentas en cada ocasión. Hace dos años, en julio de 2014, Eric Garner murió estrangulado en Staten Island cuando un agente intentaba reducirlo con una llave de lucha libre por vender cigarrillos de manera clandestina. En noviembre de ese mismo año, Tamir Rice murió mientras jugaba con una pistola de juguete al recibir los disparos de un policía. En agosto de 2015, Michel Brown fue tiroteado en Ferguson, Missouri, cuando iba desarmado y con los brazos en alto. Estos son solo algunos de los incidentes en que los agentes culpables, en ocasiones, ni siquiera han sido juzgados.

El número de muertos por la policía –y las de policías muertos, como acaba de suceder en Dallas, Texas, ciudad infausta donde el 22 de noviembre de 1963 tuvo lugar el magnicidio que sacudió a la Unión Americana y al mundo: el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy, que todavía sigue suscitando tantas teorías sobre los desconocidos autores intelectuales de la conjura para matar al primer mandatario católico del último imperio–, revelan crudamente la magnitud del problema. Según el periódico The Washington Post en los primeros siete meses del año en curso las fuerzas policiacas han matado a 509 personas, 123 de las cuales eran negras, una proporción –el 30%– que duplica el tamaño de la población afroamericana, que sólo representa el 13% del total. Asimismo, la web Mapping Police Violence, informa que en el 97% de los casos, los agentes no fueron imputados.

Además, según datos de 2009 recopilados por la Universidad de Harvard, los negros tienen una mayor probabilidad de caer en la cárcel antes de cumplir 34 años de edad. Mientras que para ellos las probabilidades son de un 21% –asciende a un 79% en el caso de los que abandonan los estudios–, para los blancos es de un 3%. Otro dato impresionante es que Estados Unidos detiene a 14 millones de personas al año y cuenta con la población  carcelaria más grande del mundo. La Unión Americana cuenta con el 5% de la población mundial: 318 millones  900 mil habitantes (datos de 2014), pero suma el 25% de la población de presos en el planeta, y de los 2,3 millones de personas que están en la cárcel, un millón son negros: cerca del 40% para una minoría que representa el 13% de la población estadounidense.

En los últimos años, no hay protesta por discriminación racial en el territorio de la Unión Americana en la que no se vea una camiseta o pancarta con el lema Black Lives Matter (Las vidas negras importan). Este movimiento, cuyo núcleo principal son las redes sociales (que en segundos denuncian los abusos policiales u otros problemas de carácter social), nació hace cuatro años, en 2012, tras el asesinato en Florida del adolescente negro Trayvoon Martin a manos de un vigilante vecinal blanco. Pero su verdadero empuje se vio después de la muerte de otro joven negro, Michael Brown, por un policía blanco en Ferguson, Missouri, que sirvió como detonante principal de las protestas contra la barbarie policial sobre los negros, que ha vuelto a dispararse en la semana antepasada.

En esta ocasión, el contexto de los hechos es similar a otros casos: dos muertes casi simultáneas en las que una vez más agentes policiacos mataron a tiros a bocajarro a dos negros que no opusieron resistencia a los requerimientos de la “ley”. Entre ambos incidentes transcurrieron unas 48 horas. En el primer caso, Alton Sterling, de 37 años de edad, murió cuando era reducido por dos agentes blancos a la puerta de una tienda donde vendía CDs en Baton Rouge, Louisiana. Eso sucedía el martes 5 de julio. Y en la noche del día siguiente, miércoles 6, en el suburbio de Falcón Heights, Minnesota, un hombre negro de 32 años, Philando Castile moriría abatido por los cuatro o cinco disparos efectuados por un policía que lo había detenido porque su vehículo tenía un faro trasero roto. Castile iba acompañado por su novia y por su hija que fueron testigos de los hechos. En un vídeo que transmitió la pareja de la víctima se le ve agonizar mientras el agente sigue apuntando su pistola y la mujer relata su versión de los hechos.

Valeria Castile, madre del muerto, declaró a la CNN que lamentaba la pérdida de su hijo que trabajaba en la cafetería de un colegio y era un buen ciudadano que “pagaba sus impuestos y estaba intentando hacer las cosas bien”. Valeria agregó: “Nos persiguen cada día. Hay una guerra silenciosa contra los afroamericanos. Se está volviendo cada vez más repetitivo. Todos los días se oye hablar de otra persona negra abatida por quienes supuestamente nos protegen”. La abatida mujer aclaró que su hijo ” no era ningún matón” antes de explicar que tenía licencia para llevar armas como tantos otros millones de estadounidenses. Al parecer Philando recibió los tiros cuando avisó al policía que llevaba un arma e intentó darle el permiso junto con la licencia de conducir como se lo había pedido. Grave error. En EUA hay un consejo habitual en el caso de ser detenido en la calle o en la carretera: jamás meta las manos en la guantera o en los bolsillos hasta recibir permiso explícito y déjelas visibles en el volante en todo momento. Porque en la Unión Americana un policía nervioso puede convertirse en un problema muy serio. La proliferación de armas en el vecino del norte hace que muchos policías argumenten el miedo a morir en lo que podrían ser inspecciones rutinarias.

Las dos muertes desencadenaron una serie de protestas por todo el país, convocadas, en la mayoría de los casos, por el movimiento Black Lives Matter. Desde el jueves 7 las plazas públicas se llenaron con manifestantes, la mayoría afroamericanos. En Dallas, poco menos de mil personas se concentraron pacíficamente, a su alrededor estaba el despliegue policial habitual. Antes de que finalizara la marcha, ya al atardecer, empezaron los disparos.

El ataque estaba dirigido contra los policías que se guarecieron donde pudieron en un edificio de oficinas mientras la metralla les llegaba desde una posición de altura, al estilo de un francotirador. Por coincidencia todo esto sucedía apenas a 500 metros del edificio desde el que otro francotirador en 1963 disparó al entonces presidente John F. Kennedy. Ahora, el balance del ataque arrojó cinco policías muertos y otros siete heridos. Sin duda la mayor matanza de miembros de las fuerzas de seguridad desde los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. El país entró en shock. Una vez más, se abría la herida que nunca se ha curado en la relación con los cuerpos de policía y la sociedad.

El francotirador que sembró el terror en Dallas, la ciudad texana donde cambió la historia de Estados Unidos en noviembre de 1963, resultó ser Micah Xavier Johnson, un reservista negro de 25 años de edad residente en los suburbios de la misma ciudad. Entre noviembre de 2013 y julio de 2014, el joven prestó servicios militares en Afganistán, en una brigada de ingeniería. Obtuvo varias condecoraciones, aunque sus tareas en las fuerzas armadas eran trabajos de carpintería y albañilería. El hecho es que su pericia con las armas la adquirió en el ejército. El Pentágono confirmó que Johnson fue reservista hasta abril de 2015. Las investigaciones dicen que no estaba en la lista de sospechosos de terrorismo, ni contaba con antecedentes delictivos.

Armado con un rifle de asalto y una pistola, el excombatiente del Ejército estadounidense, mantuvo en jaque a la policía de Dallas durante cuatro horas y media. Las tácticas de guerrilla urbana que utilizó Micah Xavier Johnson tomó por sorpresa a la policía. La suerte del francotirador era clara: difícilmente salvaría la vida. Las negociaciones para que se rindiera no tuvieron éxito. Su mensaje con los negociadores no varió. Reconoció que actuaba por venganza. Quería “matar a policías blancos” porque estaba harto de que murieran negros, como él, a manos de la policía. Cuando el jefe policiaco, David Brown, de raza negra como el francotirador, asumió que “no quedaba más opción”, ordenó enviar un robot de desactivación de explosivos, solo que ahora tenía la misión contraria, estallar una bomba para matar a Johnson. Dicho y hecho.

Lo cierto es que la herida del racismo en Estados Unidos seguirá abierta por mucho tiempo más. VALE.