En la vida cotidiana, asociamos a veces el nombre de alguien con el de algún conocido, a menudo sin siquiera saber el significado. Si estos encuentros pueden atribuirse al azar o a la casualidad, en literatura, por ser un fenómeno intencional, suelen ser deliberados. No creo que sea coincidencia (sobre todo si consideramos ciertos rasgos del personaje) que Ignacio Manuel Altamirano le haya puesto Beatriz a una de sus novelas. Allí, en efecto, el personaje femenino con este nombre funciona como centro alrededor del cual confluyen trama y situaciones. Juan Vicente Melo, en La obediencia nocturna, introduce una inexistente Beatriz alrededor de quien todo cobraría coherencia si ella existiera, mientras que Juan García Ponce, en La invitación, nos hace dudar de la existencia de Beatriz, pero en definitiva ella simboliza la posibilidad de coherencia para la vida del protagonista. Tal como algunos teóricos lo han mencionado, en literatura, la antroponimia (y también la toponimia), es decir, los nombres de personas (y de lugares) son interpretables y pueden ser analogados con otros. Aquí no me referiré a un personaje clásico, sino a un protagonista cuyo nombre es simplemente una letra (o una inicial): “M”.

En el uso de una simple letra para designar a un personaje, es importante recordar a Kafka. En su obra, K o Joseph K. sufren el avasallamiento de un poder invisible del que nada o poco saben. Tal vez a esa impersonalidad se deba el uso de una sola letra. Posteriormente, en El nombre olvidado, de Juan García Ponce, el protagonista se reduce a M. (con un punto), lo que implica que se trata de una inicial. Esta narración no es la única del autor donde el protagonista se nombra con una letra, pero acaso una de las intenciones sea acentuar la impersonalidad que se afirma bajo el peso de una realidad contingente y absurda, así como la necesidad del personaje de aferrarse a algo que le dé identidad. Sin embargo, el nombre M. nos remite a dos obras anteriores. El antecedente más obvio es la película de Fritz Lang: M, un asesino entre nosotros (1931), también conocida como M, el vampiro de Düsseldorf. El M de Lang reaparecerá con distintas identidades y otros matices en Morirás lejos (1967, 1977), donde José Emilio Pacheco construye un verdadero laberinto en el tiempo al proponer gran cantidad de hipótesis de narraciones y de posibles desenlaces al tema: la persecución del hombre por el hombre. M, en los casos de Lang y Pacheco, se asocia a la muerte. Sería forzado establecer paralelismos entre los tres M que menciono; no obstante, hay dos ¿coincidencias? La primera es la asociación con la muerte, que en el personaje principal de El nombre olvidado se presenta al final, pero sobre todo la huella que dejan los tres M, sin la cual no podría producirse ni la persecución ni la búsqueda ni el encuentro. En Lang y Pacheco, percibimos la persecución desde el exterior; en García Ponce, M. se persigue a sí mismo hasta encontrar su propia huella en la piedra sobre la cual, de niño, trazó una extraña palabra. En suma, en las tres obras es esencial la huella, el trazo que se oculta tras el nombre M. Los tres autores han muerto y acaso sea una simple coincidencia, pero en el mundo de la interpretación (no de la sobreinterpretación ni del “delirio interpretativo”) es posible hallar el vaso comunicante.