El conflicto desarrollado en Tu amor es infinito, de la autora finlandesa María Peura (Sexto Piso, México, 2016, traducción del finés: Luisa Gutiérrez Ruiz) resultaría intolerable si, en vez de ser narrado desde la perspectiva de una niñita de siete años, se hubiera recurrido a un narrador omnisciente. No se dejen engañar por el título simplón o la tierna imagen de la portada: esta novela es una bomba de tiempo. Los propios finlandeses, con todo y su apertura mental, no le otorgaron el Premio Finlandia de Literatura en 2001, dejándola solo en calidad de finalista, por lo controversial de su temática, aunque la crítica se ha volcado a favor de la obra. Antes de ésta, su primera novela, María Peura se había labrado excelente reputación como autora de libros para niños y teórica literaria.

Saara, protagonista y narradora, es puesta en casa de sus abuelos maternos por unos padres altamente problemáticos que no están dispuestos a claudicar por el bien de su pequeña hija. La niña es recibida por su abuela, quien tiene el rostro “lleno de flores” (moratones). No tardará en advertir que el abuelo la golpea a la menor provocación. Pero verse inmersa en la opresiva atmósfera de la violencia intrafamiliar es lo menos malo que le ocurre a la niña: el abuelo aprovecha la mínima distracción de la abuela para violar a su nieta, y la abuela descarga sobre ella su impotencia ante la agresividad del viejo. A Saara sólo le queda su desbordada imaginación que le permite escaparse, incluso mientras su abuelo la está violando… o cuando su abuela la azota en forma cruel e inhumana. Poco a poco, en su lenguaje de niña, salpicado con elementos imaginativos propios de esa etapa de la vida en que la realidad y los cuentos de hadas no tienen un límite definido, sin importar cuán sórdida sea aquélla, Saara va exponiendo los horrores a los que está sujeta, pero también los pocos momentos de alegría que pasa al lado de su único amigo, un niño alemán de diez años llamado Pentti, quien tiene una hermana adoptiva, de truculenta imaginación llamada Sasha. Saara debe mantener esa única amistad prácticamente a escondidas porque su abuelo dice odiar a los alemanes, y muy concretamente a los vecinos. La amistad entre Saara y Pentti parece concluida tras una afrenta cometida por el propio abuelo ante el amiguito de su nieta. Saara ve cómo aquella familia enfila con rumbo desconocido, sin protestar y cree que se ha quedado sola, que no volverá a saber de Pentti. Pero sus abuelos no pueden impedir que ingrese a la escuela y aunque las amarguras de la niña se duplican, vislumbra, al mismo tiempo, la posibilidad de una escapatoria real de los apetitos perversos del abuelo y la violencia de la abuela.

María Peura (Finlandia, 1970) consigue desarrollar una historia sórdida y dolorosa a través de la voz y la visión de la inocencia y, en congruencia con éstas, resuelve la trama sin sentimentalismos, pese a la fuerte emotividad de los hechos que determinan el final. Aunque predomina la voz de Saara, Peura da voz también a la consciencia del abuelo abusador, en quien los remordimientos sostienen una permanente lucha con la necesidad de “normalizar” su aberrante conducta. Naturalmente, Saara no es su primera víctima: ha perpetrado el mismo crimen tanto con la madre de la niña como con la tía Kirstin, que sin embargo ha procurado mantenerse cerca de sus padres a los que visita a menudo con su esposo, un buen hombre llamado Heikki que reparará, mucho antes de su mujer, en las anomalías conductuales de la niña de siete años. Kirstin parece haberle dado un portazo al trauma. La madre de Saara, en cambio, lo tiene bien presente y aún así deja a su hija a merced del depredador sexual. Las involuntarias complicidades de la madre, la tía y la abuela fingidora de demencia, tornan aún más indignante la circunstancia de Saara. El lector no podrá evitar preguntarse quiénes son peores: si el abuelo que siente algún remordimiento, o sus víctimas que parecen haber normalizado lo innombrable.

Pero una de las grandes virtudes de esta, de por sí, virtuosa novela, es que no se establecen juicios morales. Esos recaen totalmente sobre el lector-testigo que, por desgracia, no puede meterse en la historia para impedir que la adorable y fantasiosa Saara continué siendo abusada por sus abominables abuelos. Y todo ello narrado en el talante de los cuentos de hadas, aunque a diferencia de éstos, la niña narradora posea la inocencia suficiente para describir gráficamente sus torturas y su sufrimiento. Pudiéramos advertir a los potenciales lectores respecto a la exacerbada crueldad de esta historia, pero no es necesario porque María Peura ha realizado una admirable, llamémosle, “traducción” de la perversidad de los adultos, interpretada por la visión de una niña que tiene sus reservas para creer en Dios, pero no en ogros, hadas y princesas cautivas.