RACISMO Y VIOLENCIA
Los siguientes cuatro ejemplos demostrarán la manera en que la devaluación racista de las mujeres y los hombres más pobres de nuestro país aumenta su vulnerabilidad ante la violencia criminal y del Estado, acentuada de por sí por su pobreza y marginación social.
Los feminicidios de Ciudad Juárez
El primero lo constituyen las incontables víctimas de los feminicidios de Ciudad Juárez, Chihuahua, ocurridos en las décadas de 1990 y 2000. El que las asesinadas fueran mujeres humildes y generalmente de piel morena seguramente fue una de las causas que hicieron que nuestra sociedad reaccionara con tan poca eficacia ante tal masacre y que las autoridades no persiguieran los sucesivos crímenes con la energía deseable. Desde luego, también contaba en su contra el que fueran migrantes pobres en un centro urbano en el que pocos las conocían, solteras sin familiares varones que las “protegieran”, además de tener una vida social y sexual que rompía los tabúes impuestos por el moralismo y el machismo.
En su desgarradora novela 2666, Roberto Bolaño describió con obsesiva minuciosidad el sistemático exterminio de cada una de estas víctimas aquejadas por una quíntuple marginalidad (ser mujeres, ser pobres, ser jóvenes solas, ser “inmorales” y también ser “morenas”), así como la brutal indiferencia que las rodeaba. Recuerdo que cuando leí esta novela hace una década, su prolijidad me pareció difícil de entender. Vista desde el México de hoy, sin embargo, la descripción detallada de cada uno de los cuerpos de las víctimas y de la formas brutales en que fueron asesinadas y des- echadas puede considerarse un antídoto contra la invisibilidad, un recordatorio de la precaria humanidad de esas muertas anónimas e incontables que el resto de los mexicanos devaluábamos e ignorábamos (con las honrosas excepciones de los activistas que lucharon a lo largo de tantos años para hacer visible este feminicidio genocida).
La guerra contra el narco
El segundo ejemplo es el de las víctimas de la “guerra contra el narcotráfico” declarada por el gobierno de Felipe Calderón a partir de 2007. En esta falsa guerra, los muertos por la violencia criminal y también por la violencia estatal fueron hechos invisibles por una nueva razón, además de su marginalidad, su pobreza y su color de piel: porque supuestamente eran criminales.
Esta justificación llevó a la construcción de una distinción perversa que se difundió de manera muy poco crítica en las declaraciones del gobierno, las noticias de la prensa y la opinión pública: la separación entre víctimas “civiles”, presumiblemente inocentes y que, por lo tanto, no debían haber caído, y víctimas supuestamente “criminales” que podían y debían ser ultimadas por las fuerzas del orden público, o por los otros criminales.
En este ambiente de guerra ilegal y de abierta violación a los derechos humanos, cualquiera puede ser acusado de ser criminal por una autoridad, sin pruebas ni proceso y mucho menos demostración ni sentencia legal, y de esta manera ser convertido en una persona asesinable e invisible.
Por otro lado, tampoco resulta sorprendente que la mayor parte de los muertos que han sido catalogados como “criminales” y cuya desaparición ha sido considerada por lo tanto justa, o cuando menos aceptable, pertenezcan a la mayoría de los mexicanos que también son discriminados y hechos invisibles por el racismo. En este caso, como en el de Ciudad Juárez, no pretendo afirmar que las víctimas fueron ultimadas debido a su color de su piel o por su aspecto físico, pero sí propongo que estos factores contribuyeron a que la violencia ejercida contra ellas fuera menos visible, resultara menos escandalosa, importara menos, fuera más aceptable.
Ésta es una de las características más perversas del racismo mexicano, y de todos los racismos en el mundo: la manera en que se combina con otras formas de discriminación, de exclusión y de violencia, debidas a las diferencias de género y a las preferencias sexuales, a la pobreza y la marginación económica, a una situación legal precaria y a la falta de derechos humanos, y las hace peores, más justificables, menos criticables.
Los inmigrantes de San Fernando
El tercer ejemplo muestra con horrible claridad la manera en que las diferentes formas de racismo, exclusión y discriminación se combinan para generar indiferencia frente a crímenes y actos de violencia que, con toda justicia, debían producir horror y repulsa.
Las sucesivas masacres de más de 200 inmigrantes centroamericanos y sudamericanos realizadas en el pueblo de San Fernando en el estado de Tamaulipas entre 2010 y 2011 no despertaron la indignación de la opinión pública mexicana debido a que las víctimas reunían varias características que los hacían invisibles: estaban en nuestro país sin los documentos migratorios exigidos por el gobierno (eran “ilegales”, por usar el término que se aplica a los mexicanos que cruzan la frontera a Estados Unidos en las mis- mas circunstancias), eran pobres y… eran mayoritariamente de tez oscura y rasgos “indígenas”.
Tlatlaya
El cuarto ejemplo es la muerte de 22 personas como resultado de una acción del Ejército mexicano en Tlatlaya en el Estado de México el 30 de junio de 2014. El título de la nota publicada por el diario español El País el 1 de julio resumía elocuentemente la actitud del gobierno ante estas víctimas: “Sólo doce palabras por cada muerto”. La nota describía el primer boletín emitido por el Ejército en relación con esos sucesos, que los presentaba como un enfrentamiento entre criminales armados y las fuerzas armadas, y luego explicaba:
La versión oficial de la matanza […] ocurrida este mismo lunes a dos horas en coche de la capital federal, encierra en 273 palabras una sangría que en otras latitudes habría desatado mil sospechas y generado otras tantas explicaciones, pero que en México, un país donde a diario mueren agentes baleados por los narcos, no ha movilizado a ningún partido político. Para muchos representa un episodio más de una guerra que sigue, enconada y terrible, pero con sordina.
Esta macabra aritmética de palabras y de víctimas es una muestra elocuente de la invisibilidad de la que hablamos. A ojos de las autoridades castrenses, bastaba con acusar de criminales a los asesinados para que su eliminación fuera justificada y no mereciera mayor discusión, ni siquiera el respeto mínimo de darles nombre y apellido. El resto de la opinión pública aceptó con facilidad la “criminalización” de las víctimas porque estas personas pertenecían desde antes a la mayoría de los invisibles de nuestro país, borradas del escenario público mexicano por una suma de marginalidades y exclusiones: geográficas (se trataba de un lugar apartado en una región donde el Estado ha sido incapaz de controlar la presencia del crimen organizado); sociales y económicas (las víctimas eran pobres y marginales); de acceso a la justicia (nadie habló por los muertos ni emprendió su defensa legal ante las acusaciones de narcotráfico que supuestamente justificaban su homicidio), y también raciales (eran el tipo de mexicanos que nadie ve, pues no pertenecían a la gente “bonita”).
Resulta revelador que hayan sido periodistas extranjeros —Mark Stevenson para Associated Press, agencia que decidió hacer público su artículo primero en periódicos estadounidenses, y el reportero español Pablo Ferri Tórtola y la fotógrafa boliviana Nathalie Iriarte en un artículo para la revista Esquire Latinoamérica— quienes revelaron en julio y septiembre, respectivamente, que los sucesos habían sido muy diferentes, pues los testimonios de las únicas sobrevivientes indicaban que se trató de una masacre perpetrada por el Ejército. Pocos días después, el propio Ejército detuvo a ocho militares por su actuación en este incidente y el 15 de octubre la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) confirmó esta versión. Sin embargo, en noviembre la Procuraduría General de la República (PGR) declaró que los resultados de las investigaciones por este caso habían sido “reservadas” como secreto de Estado por 12 años.
Significativamente, en la página web en que Esquire Latinoamérica publicó su reportaje, un lector escribió el siguiente comentario, que cito textualmente (con la mala ortografía y la procacidad que suele acompañar a los exabruptos racistas):
Eran secuestradores y asesinos… Vil basura, para que los querían vivos, para que los arrestaran y algún abogado corrupto los sacara de la cárcel falsificando papelería y volvieran a ser lo mismo, ni la vida de miles de estas lacras vale lo que una sola persona secuestrada…
Este discurso cargado de odio confirma la manera en que las distintas formas de discriminación que se practican en nuestro país, más la perniciosa retórica de la guerra contra el crimen, han deformado a la opinión pública en el México del siglo XXI. Por ello me pare- ce indispensable reconocer el impacto nocivo de estos prejuicios.

*Portada: Leonardo Rojas
>Fragmento del libro “México racista”, de Federico Navarrete (Grijalbo, 2016). Agradecemos a la editorial por las facilidades otorgadas para su publicación.

