EDITORIAL

[gdlr_text_align class=”right” ][gdlr_heading tag=”h3″ size=”26px” font_weight=”bold” color=”#ffffff” background=”#000000″ icon=” icon-quote-left” ]

La muerte violenta de presidentes municipales es cada vez más frecuente, más abierta, más feroz y, sin embargo, esto no ha despertado la conciencia de nadie.
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[gdlr_dropcap type=”circle” color=”#ffffff” background=”#555555″]C[/gdlr_dropcap]ada día crece el número de alcaldes asesinados. Aunque las causas varían, detrás de la mayor parte de estos homicidios se oculta el crimen organizado y oscuros intereses políticos. Algunos munícipes, los menos, mueren por combatir la delincuencia; y otros, los más, por formar parte de ella.

Directora de la revista Siempre!El 2016 ha sido un año mortal para los presidentes municipales. El 2 de enero el país despertó con el asesinato de la alcaldesa de Temixco, Morelos, Gisela Mota. El 22 de abril asesinan a Juan Antonio Mayén Saucedo, alcalde de Jilotzingo, Estado de México. El 23 de julio acribillan al alcalde de Pungarabato, Michoacán, Ambrosio Soto; un día después, 24 de julio, Domingo López González, edil de San Juan Chamula, Chiapas, muere en un enfrentamiento con grupos opositores y el 2 de agosto balean al alcalde José Santamaría Zavala, de Huehuetlán El Grande, Puebla.

A esta suma de crímenes hay que agregar una estadística, por cierto inexacta, que viene del sexenio de Felipe Calderón y que puede dar hasta el día de hoy cerca de 100, si no es que más, alcaldes asesinados.

La muerte violenta de presidentes municipales es cada vez más frecuente, más abierta, más feroz y, sin embargo, esto no ha despertado la conciencia de nadie.

Los tres niveles de gobierno y el Congreso siguen abordando la violencia en los municipios como un mero asunto de seguridad.

Peor aún, el municipio sigue siendo considerado un ente inferior. Despreciado y menospreciado por la clase política. No aparece en los primeros lugares de la agenda pública. No está en los discursos oficiales. No se incluye en los debates parlamentarios; menos, por supuesto, en los grandes proyectos presupuestales.

El municipio mexicano vive en condiciones de destierro. Ha sido condenado al ostracismo y las cifras de muerte no son más que un reflejo del mal trato hacia los millones de seres humanos, de mexicanos que viven ahí.

La relación pobreza-violencia es, en general, una constante. Las cifras del Coneval muestran con nitidez la radiografía. En Michoacán fueron asesinados de 2005 a 2016, 12 alcaldes y 4 exalcaldes. Es una entidad donde el 71.3% de la población carece de seguridad social; el 34.7% no tiene acceso a la alimentación y el rezago educativo es de 30%.

Oaxaca ha sido ubicado por diferentes observatorios y semáforos de seguridad como el más violento del país. Ahí han muerto más presidentes municipales que en otros estados. En la última década han muerto 23 ediles. El bajo nivel en desarrollo humano y en servicios explica todo. Ahí, el 77.9% de la población carece de seguro social, de servicio médico, prestaciones laborales y derecho a jubilarse. Una gran parte de sus habitantes —el 60.5%— vive en “casas” sin ningún tipo de infraestructura.

Pero eso no es todo. Los partidos políticos también se han encargado de convertir los municipios en feudo de criminales. Los diez asesinados y calcinados el pasado 30 de julio en Cuitzeo, Michoacán, fueron ejecutados por el presidente municipal Juan Carlos Arreygue, militante del Partido del Trabajo.

El Partido del Trabajo dice que su edil no tenía antecedentes penales. El PRD asegura que sí, que por eso lo desechó. Lo cierto es que todos, gobierno federal, estatal, municipal, Congreso y partidos son los responsables directos de la violencia e inestabilidad política que existe en los municipios.

 

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