Escribir es un oficio de solitarios. Escribir exige intimidad, largas y despiadadas sesiones con uno mismo. Atisbar por los recovecos de nuestra propia alma, hasta darse de topes con un resabio de humanidad. Pero el camino es arduo, y mejor llevarlo a cabo bajo la tutela de un ángel guardián insobornable: la música.

Es de imaginarse la gran cantidad de música que quien esto escribe escucha al momento de escribir. Si sumásemos los kilómetros de música escuchada en estas circunstancias, cuando menos daría tres vueltas al mundo. Y conste que no nada más yo he salido beneficiado de este torrente musical, sino cualquiera que anda por ahí mientras escribo, llámese la familia o la mascota.

Ahora bien, esto viene a colación porque de un tiempo para acá no hago más que escuchar el concierto para violonchelo de Edward Elgar. De verdad que es una obra que comprende todas las emociones. Voy a contar una anécdota que pinta de cuerpo entero la ductibilidad de este concierto. Hace poco estaba yo atorado en el capítulo de una novela. Nada. No me era posible avanzar ni una coma. Esto suele pasarme de vez en cuando, sobre todo cuando la vida me desborda y se van al traste proyectos y tiempo libre. O, mejor dicho, capacidad de concentración. Así me encontraba, como león en su jaula, sin poder hilvanar una línea con la siguiente. Entonces decidí cambiar de música y escuchar lo primero que me viniera a la mano, que fue el concierto de Elgar para chelo y orquesta. Pero les voy a contar la impresión. Una sola y misma cosa fue ponerlo y que se desplomaran delante de mí todos los atavismos, como si hubiese traído puesta una máscara de ónix y ésta se hubiera pulverizado a los primeros compases. Precisamente esos compases con los que arranca el concierto, ese prodigioso violonchelo que se va abriendo camino en nuestro espíritu hasta ser como una especie de río cristalino y navegable, que con seguridad habrá de llevarnos a buen destino. Entendí una cosa: que se acababa de producir el gesto de la complicidad entre dos amigos. Edward Elgar era feliz cómplice de la creatividad, y me lo estaba demostrando. Inoculó mi espíritu de la dulce tranquilidad, envidiada por quienes evocan a la inspiración. Pero me dejó muchas más cosas: una suerte de confianza en mí mismo, de que no todo estaba perdido, de que basta con poner esa música para correr la cortina del desasosiego. Confieso que hasta antes de ese momento, el concierto de Elgar figuraba entre mis favoritos pero nunca me había acompañado en aventura semejante. Porque para mí la música es el eje mismo de la inspiración. Nada transcurre, en mi caso, sin su anuencia. La música es capaz de vaporizar mis miedos y titubeos. Pero no cualquier música. Abundan las obras de las que me siento en gratitud. El concierto de Elgar se suma a esta ya larga lista. De entonces acá lo escucho todos los días religiosamente. Porque sé que ejerce en mí una suerte de sortilegio. Quién le manda ser tan bello, tan dulce y enérgico. Y tan cautivador, porque Elgar, aun siendo compositor de nuestro tiempo, jamás se dejó seducir por una música ininteligible. Sus melodías nos atrapan y nos envuelven en la dulce cobija del encanto.