Conocí y trabajé junto con Ignacio Padilla por unos años, en Querétaro. Su repentina muerte, a los 47 años, en un accidente automovilístico, deja a la literatura mexicana sin uno de sus grandes exponentes: un hombre, a la vez, minucioso, simpático y excelente persona.
No voy a repetir aquí la extensa colección de premios que llevaba acumulada. Ni tampoco la calidad literaria de su obra para niños, para cervantistas, para aficionados al ajedrez o a los misterios de la historia. Todas las notas sobre él hablan de eso. Y de la generación del “crack” y de la ruptura.
Yo quiero hablar de un tema que me pareció importante en el tiempo que hicimos con Nacho Padilla una colección de historia local de Querétaro (había decidido, como un servidor, avecindarse en esta maravillosa ciudad) para el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes: sus ganas de compartir lo que sabía. Su amplia sonrisa de comunicador. Su don de gente.
Egresado de Comunicación en la Ibero, Nacho compartía muchas anécdotas de maestros y de materias con quien esto escribe. Pero era un lujo escucharlo en los desayunos a los que convocábamos cada mes, con el objeto de ir abriendo caminos escritos de microhistoria local. Ninguno de los ahí presentes éramos historiadores de oficio. Nada que se le pareciera. A Nacho le tocó la introducción a los textos del siglo XVI sobre la fundación de Querétaro. Lo hizo con alegría. Y con la mente clara de quien quiere aprender. Que no se las da de sabelotodo.
Esa característica, bastante poco usual en un escritor de éxito fulgurante como era Ignacio Padilla, me hace aún más valorar su corta vida. En muchas ocasiones dejó la plática que se extendía más allá del café final del desayuno porque tenía que llevar a su hijo a la escuela. No estaba en el limbo de la vanagloria que todo lo desdeña. Era un tipo que quería ser bueno en el buen sentido de la palabra bueno.
Descansa en paz, estimado amigo.

